Hace ya bastantes años (¡ay la vida!), circulaba un libro de Fernando Lázaro Carreter, el mayor empresario textil (de sacar pelas de libros de texto) del país y tipo listo. Se llamaba “Cómo se comenta un texto” y sirvió de guía para varias generaciones a la hora de enfrentarse con un escrito y tratar de controlar sus entresijos. Yo mismo lo he usado muchas veces y le guardo respeto y agradecimiento. En realidad, creo que, en esencia, sigue siendo válido porque el fin sigue siendo el mismo y el camino no varía demasiado.
Me ha venido este recuerdo pensando en la forma (tiempo y forma) de leer un libro de creación, hecho al que yo me enfrento con bastante frecuencia -he mirado el recuento y, en el mes de noviembre, me aparecen diecisiete ocasiones-. Parece esta empresa mucho más ardua que la de dibujar un esquema para un escrito más corto. A pesar de ello, en la red existen mil fórmulas que ofrecen consejos y caminos para realizarlo. Y no tengo esto nada claro porque me parece que las variables de libros, de lectores y de situaciones de estos son prácticamente infinitas y, sin conjuntar estas tres variables, no veo la forma que sea solución universal. Así que a leer tocan y cada cual verá por dónde se maneja.
Mi última experiencia ha sido la lectura de la novela de Saramago “Caín”. Ayer por la tarde y esta mañana la han visto. Por la mañana pedí que la compraran para el centro en el que doy clases. ¿Qué me llevó a ella? Algo que no suele fallar demasiado: la confianza que me ofrece el autor y las obras que de él han pasado por mis manos. Me falló el encargo y fui yo mismo quien pasó por la librería para recogerla. Me sobraban unos veinte minutos para la hora de la comida y ya aproveché para acercarme a las primeras páginas. Lectura fluida, personaje central, el Paraíso con Dios, Adán y Eva, primeras ironías e interpretaciones. Aquello prometía.
Pero hay que comer y recuperarse de la actividad de la mañana. Unos largos minutos de siesta reparadora me vienen muy bien cada día. Hasta que llega Nena y va acabando el telediario y esa afición nacional y acaso universal que se llama la predicción del tiempo.
Arriba, que hay mucho que hacer. Por ejemplo corregir exámenes. Qué tortura esta actividad. ¿Para qué vale? ¿Alguien aporta algo nuevo en unos papeles escritos con nervios y con apresuramiento? Qué necedad esto de los exámenes. Los dejaré para otro rato, que no hay tanta prisa y me llaman otras aficiones y reflexiones. Al libro de nuevo.
Pongo música de Bach (Baggg, como Zurich-Zuriggg) de fondo y vuelvo a Caín. Y aparece el personaje. Y empiezan las reflexiones y los sinsentidos. ¿Este buen hombre no tiene derecho a enfrentarse a Dios si ha observado que su conducta ha recibido castigo mientras que la de su hermano ha recibido todos los premios y halagos? Pues se enfrenta, claro que se enfrenta, con dos bien puestos. Y me lo expulsan del Paraíso, claro, al mi pobrecito. Y empieza su recorrido, en tiempos de ida y vuelta por hechos del Antiguo Testamento.
Pero es que no tengo demasiado tiempo. El lunes es el día en el que dedico la tarde a mis alumnos de la UNED. De seis a nueve tengo clase y repaso el esquema de trabajo para esta tarde. . . ¿Habré llegado a las cincuenta páginas? No lo recuerdo.
Cuando vuelvo a casa, me siento cansado y con la garganta protestando. A cenar y a ver algo de humor. Procuro no perderme un programa que se llama El Intermedio: me parece una bocanada de aire fresco. Pero es que enseguida se me llegan las diez y casi media. Tengo que volver a las páginas; además, debo hacer un hueco de casi media hora para escuchar un par de temas en inglés, y tengo que escribir algo en mi diario ( suerte con un poema breve que no me disgusta, aunque habría que pulirlo algo más). En fin, llegó el rato de seguir las correrías de Caín por el mundo: Abraham, Gomorra… Me duermo entre las páginas del libro y considerando, como lo hace con sorna Saramago, la cantidad de barbaridades que encierran los libros del Antiguo Testamento: no quiero ningún libro si no me sirve para sentir y para pensar.
La mañana me despierta con oscuridad y noche cerrada (cómo noto el paso del tiempo en el ya escaso número de horas que necesito para dormir). Mi horario de clases está hoy agujereado y tiene huecos. Los aprovecho para seguir en la lectura, ya engolfado del todo en las coordenadas formales y temáticas del libro. Incluso hay una sesión en la que tengo que atender a unos alumnos que no asisten a clase de Religión. Que estudien, que no es mala sustitución. Aprovecho para continuar. Ya no puedo pararme.
El estilo claro y jocoso, además de la línea de pensamiento, que comparto totalmente, me atrapan.
¡Estoy casi al final del libro! Y aún me queda otro hueco sin sesión de clase. Pues eso, a la una menos cuarto ya doy vista a la última página. Me sobran unos minutos para considerar las ideas que en él se encierran, agradezco a Saramago que se enfrente a ellas con coraje y gallardía y echo una ojeada mental a todo lo que me rodea. Cuando andaba en ello, me llaman para mi última clase. Casi doscientas páginas de las que me queda un poso de cierta tristeza y la confirmación compartida de los disparates que acompañan a algunos fondos de vida que siempre nos han propuesto. Pero eso, para otro día.
¿Cuándo y cómo se lee un libro? Y yo qué sé. Yo he leído este de esta manera. ¿Y el próximo? Qué preguntas tan raras…
martes, 1 de diciembre de 2009
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