Qué imbecilidad de titular. Lo tomo de uno real, no me lo invento. No citaré la fuente porque no me da la gana y no tengo por qué molestar a nadie. Además su autor sabe hacer cosas muy buenas et quia aliquando dormitat Homerus. Y lo copio aquí sencillamente porque me apetece.
Pero me puede servir de pretexto (ya tenemos la primera palabra) para considerar brevemente la enorme cantidad de variantes que ofrece la confección de un texto, por breve que este sea. La pauta nos la marcará el contexto (ya tenemos la segunda) y el fin comunicativo del mismo, o sea, el postexto (y ya la tercera).
Pues indagaré en unas líneas su aplicación a una prosopografía y a una etopeya. Por divulgar, me recuerdo y recuerdo que prosopografía tiene que ver con la descripción externa de una persona y prosopografía con la descripción de caracteres (perdón). Y que ambas juntas constituyen eso que popularmente llamamos retrato (otra vez perdón). Vamos que parece claro que se podía haber expresado de forma un poco más sencilla y clara.
Sucede que a veces se cuentan historias, y que en esas historias intervienen personajes, y que estos personajes son de alguna manera, y que esto hay que trasladarlo al lector, en boceto, en detalle o envuelto con aspirina, pero de alguna manera hay que ponerles límites a los actores de lo que estemos contando.
Si pensáramos un poco, nos daríamos cuenta de las múltiples posibilidades que ofrecen esas descripciones y los efectos tan distintos que producen. Un buen ejercicio de creación literaria –casi de taller literario- es intentar diversas posibilidades del retrato. ¿Seleccionamos solo elementos de tipo físico? ¿Solo de tipo moral o sicológico? ¿Los mezclamos? ¿Cuál va primero? ¿Hacemos diversos lotes? ¿Los mezclamos en proporciones desiguales? ¿Ensayamos perspectivas realistas y perspectivas hiperbólicas?...
He dedicado el tiempo libre de mis dos últimos días a la lectura de una novela curiosísima, “El manuscrito de piedra”, Luis García Jambrina, ambientada en la Salamanca de finales del S XV, en la que se le encarga nada menos que a Fernando de Rojas el esclarecimiento de una serie de crímenes. El tono policíaco, la toponimia, el ambiente histórico, la proximidad y la claridad de exposición hacen de esta obra una novela que yo he leído casi con pasión.
De ella recojo casi al azar un par de descripciones (Prosopografía y etopeya…).
En la primera se describe a la princesa Margarita, hija de los Reyes Católicos: “A Rojas lo sorprendió la hermosura de doña Margarita: la albura de su rostro, el color dorado de su pelo, los ojos azules y soñadores, la nariz recta, los labios sensuales y, desde luego, su talle esbelto y bien contorneado. Vestía un brial de brocado carmesí, con el cuerpo de oro tirado, un manto corto de terciopelo, forrado de armiños, y una mantilla de raso, con forro en damasco leonado, delantera bordada y abertura de aletas de oro y plata. En la cabeza llevaba un tocado alemán, hecho de red de oro e hilado con seda de colores.” Ni un jodío rasgo moral. ¿Qué pasa que no hay que ver en ella más que una tía macizorra?, ¿eh? Pues es lo que hay.
Inmediatamente después, aparece El Príncipe: “A su lado, parecía o demasiado niño o demasiado anciano para ella. Su capa, jubón, ropa, calzas y gorra eran del más fino paño y de la mejor hechura, pero lucían tanto en él como en una alcándara. Aunque era delgado y de regular estatura, sus piernas parecían demasiado débiles para sostener un cuerpo. En su cara ovalada e infantil, predominaban los rasgos de la madre: los ojos entre verdes y azules, la nariz algo carnosa y de perfil ondulado, la boca blanda y lasciva y el cabello rubio y abundante… Su rostro enteco, pálido y con ojeras daba pábulo, por otra parte, a los rumores que aseguraban que hacía demasiado uso del matrimonio, o que Margarita era demasiado reino para tan poco príncipe.”
Alguna licencia se permite el autor, pero muy escasas pues apenas salimos de la pasarela tampoco con el tipo este, aunque para su desgracia, como se dibuja en las últimas imágenes. ¿Acaso es que la monarquía no da para más?, ¿eh? Pues puede, pero los rasgos también pueden ser negativos y aquí no los hay de ningún tipo, de modo que no podemos hacernos una idea de con qué gente nos estamos jugando los cuartos.
Todavía copio otra prosopografía (jijiji) del mismo libro, con tono quevedesco: “El aspecto del hombre (no es el príncipe), además, no era muy tranquilizador, y menos aún en una cueva. Era alto, cenceño y andrajoso, en todo semejante a una estantigua. Tenía una barba larga y descuidada y unos ojos tan saltones que parecían querer salírsele de las órbitas para ir a ver el mundo por su cuenta. Poseía, no obstante, una voz bien timbrada y cadenciosa, de esas que encantan y seducen al que la escucha, aunque no se entienda nada de lo que dicen.”
Qué diferencias. Y siempre con el juego de la palabra. Qué hermoso un juego de identidades a partir de una descripción (prosopografía y etopeya…). A adivinar quién es quién. O a desfigurar por lo feo. O por lo hermoso. O por lo real. O por la hipérbole. O por lo sociológico. O por la moralina. O por los gustos. O por…
De nuevo la realidad reducida a la referencia que de ella tengamos a través de las palabras.
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1 comentario:
Las palabras demuestran como uno siente y mira... enamoran, seducen describen, aterrorizan,entristecen,provocan... la palabra es mero instrumento de quien la maneja y como la adorna, pero es el mejor instrumento transmisor que conozco y uno de los más peligrosos, por su connotación de poder.
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