sábado, 16 de mayo de 2009

DE ESTADO NATURAL

Pues no fueron Piquitos. Jesús nos torció el rumbo y puso camino hacia Llano Alto, el pantano, la Dehesa de Candelario, Puentenueva, la central de la Abeja y vuelta por Llano Alto. Entre trece y catorce kilómetros de sombra, de verde y de frescor. Me privé de los aromas de la sierra soleada de los Picos, pero gané en frescura, en verdor, en agua, en sombras y en sensación de que esto de la ciudad estrecha es un puro privilegio en lo que al paisaje se refiere.

Ya se sabe que aquí hay muchas naturalezas, y que no hay primavera, pero que, a la vez, la primavera que parece no existir dura mucho tiempo si se sabe mirar. Porque hay cotas y lo que aquí está desnudo en otra altitud está cubierto con un manto bellísimo, y que lo que en el valle se despoja de la flor y anda en fruto en lo alto es nacimiento y fuerza, empeño en ser más fuerte, deseo de engrandecerse. De modo que lo que vi hace apenas dos semanas hoy lo volví a ver con otras dimensiones y con más densidad. Los robles en lo alto aún siendo niños, con su verde tiernísimo, los serbales, las acacias, los espinos albares, los castaños…, y las flores del suelo, y el canto de los pájaros… No exagero ni un punto. Es así todo esto.

Sigo dándole vueltas a lo que significa eso que llamamos naturaleza y cuál es el reclamo que me lleva casi todas las semanas a sumergirme en ella (en realidad estoy en ella toda la semana desde mi palco vip en mi terraza). Sigo pensando que una respuesta buena no se aleja de mirar con reojo mucho de lo que pasa por aquí abajo, por estas calles y por estas plazas, pobladas por miserias y pequeñas historias que tienden a la nada. En la huida de ellas o en el contraste tal vez se esconda una buena respuesta.

¿Por qué la naturaleza? En realidad, ¿qué es? ¿Acaso no soy yo naturaleza? Sé que, en rigor, naturaleza es un concepto extenso que debería aplicarse a todo ese discurrir natural en que las cosas acontecen. También las de los hombres. Es verdad que guardamos el nombre para todo aquello que acontece y que no sufre, de manera muy visible, la intervención del hombre. Cuando me echo al camino, suelo mirar los árboles, observo la montaña, contemplo un roquedal o miro a un río. Y los veo como distantes, alejados del discurrir diario, como impasibles a estas normas sociales que aplicamos nosotros en nuestro discurrir diario. Tal vez discutan dos robles por ocupar su espacio, pero al menos no lo hacen con escándalo. Y, sobre todo, duran, están allí todo el tiempo, nos sobrepasan en conjunto, tienen su propia edad y cumplen años con otro calendario, parecen esenciales frente a mi alergia o mi calor, me hacen sentir muy poca cosa, tengo que cambiar mi ritmo para estar a su lado.

Sin embargo, sé muy bien que también tienen vida y son jóvenes o viejos, se agarran a unos medios y sucumben ante otros, crecen cuando es su turno y se entregan al suelo en su momento. Un poco al modo en que lo hace el ser humano, que se mueve, que actúa, que fabrica y destruye, que se enfada y modifica todo. Sé que el estado más natural del hombre es precisamente el de no serlo, el del cambio y el de la evolución, el de la valoración y el de la propuesta de nuevo futuro.

Pero algo hay en eso que llamamos popularmente naturaleza que me confirma en otra dimensión y en otras sensaciones. Tal vez por eso me siento a gusto en medio de ella. Quizás como contraste de valores y de actividad diaria.

Hoy descansé y comí mi bocadillo en medio de un arroyo, con los pies acariciando el agua, con un frescor suave, con un verde intensísimo, con una cabellera de agua que rizaba las piedras, con el bosque cantando, olvidado de todo, con el sol en lo alto sin molestar siquiera. Ni fray Luis ni Garcilaso. Estos no saben lo que es bueno. Y si lo saben, no lo pudieron expresar. Un poco más san Juan, pero hasta tengo dudas.

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