El mes de mayo supone colocarse en el disparadero del teléfono o de las visitas de los padres de alumnos. En la enseñanza secundaria se mantiene, aflojado y dispar, el contacto de los progenitores con los profesores, con esos seres raros que, a diario, se dejan los esfuerzos, o no, en dar rumbo adecuado a los seres pequeños y alocados que pululan por los pasillos o que intentan dar esquinazo a todo para tomar el sol.
Es la época en que la madre se cuelga del teléfono como último recurso para pedir auxilio, o pide hora, impaciente por desahogarse y dejar sobre una mesa la preocupación que lleva encima y que no sabe con quién compartir.
Todavía se asoman por allí los padres de algunos alumnos que marchan bien en el curso y sobre los que no quedan restos de duda acerca de su éxito. Ellos desean confirmar que ese éxito no se va a cuestionar; y hasta en algún caso quieren celebrar por anticipado las bondades académicas de sus hijos. Entonces las alabanzas se acumulan y los proyectos se desgranan, como si el futuro y el próximo curso empezaran al día siguiente.
Hay padres de alumnos a los que no se les conoce y que, a estas alturas, prefieren conservar el anonimato por decoro y pudor. Son los que dejan correr los acontecimientos, tal vez desilusionados porque poco pueden hacer por cambiar su rumbo o simplemente porque ese mundo les cae a trasmano y les asusta.
Otros solo terminan acordándose de santa Bárbara cuando los truenos tienen acobardado al ganado y no hay forma de hacerlo ir al campo, y aparecen estos días con el paraguas puesto y haciendo como si el resto del curso nada tuviera que ver con el resultado final.
En todo este complejo de sensaciones y actos, acaso lo más variado sea el diverso muestrario con el que algunas madres se aproximan. Sobre todo las madres de alumnos con dificultades evidentes y con el peligro a cuestas de no superar el curso. Las imagino solas y nerviosas, pendientes de sí mismas tanto como de sus propios hijos. Llegan y abren el libro de sus preocupaciones y, según en qué página, se lee cualquier relato: hay madres que refieren el relato seguido del fracaso de su hijo, madres que resumen el fracaso que viven con sus parejas, llega la madre que explota y acumula su rechazo en algún profesor que, mira tú por dónde, le tiene rabia a su vástago, o la madre que ahora quiere asediar a todos los profesores cuando antes no tenía ninguna prisa, la madre que glosa la incomunicación con su hijo y la que lo justifica en todos sus términos, la madre que se extraña delante de los demás porque su hijo “no es así en casa”, o es la oveja negra de la familia, o aparece la madre que –como sucede con tantos psicólogos y pedagogos- conoce la teoría para dar solución a todos los casos clínicos y no se da cuenta de que tiene al enemigo en casa, o la madre que se echa a llorar sin saber muy bien qué contiene ese lloro, o la que grita en un vano intento por asegurarse de que hay profesores que no entienden a los jóvenes, o la madre que se lamenta pensando en el futuro (“qué va a ser de él”), o la que insinúa algún arreglo no del todo correcto, o la madre…
La madre siempre es la madre y el muestrario de intentos por salvar lo insalvable se estira todo lo que se puede. Al fondo siempre anda el fantasma del futuro, esa bruja que acecha a los jóvenes pero que asusta realmente a sus padres. Son los meses finales. Y seguimos en juego: este sabe y progresa, ese es torpe y no pasa. ¿Y el futuro? ¿Y la persona como persona? ¿Y el jodido sistema con todos sus defectos? ¿Por qué la enseñanza no se parece a una fiesta y a un deseo de saber? ¿Por qué este juego tonto como el ratón y el gato? ¿Qué escala de valores lo sustenta y empuja? El sistema se puede perfeccionar, pero también se puede cuestionar. Creo que, en este terreno, sucede como en economía, que todos los esfuerzos se encaminan a reforzar el sistema existente y casi ninguno a cuestionarse el modelo. En fin, cosas de raros.
miércoles, 20 de mayo de 2009
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