domingo, 10 de mayo de 2009

COMO BUSCANDO A SARA

Amanecí cargado en mis cuádriceps por la caminata a la que me había sometido Jesús la mañana del sábado. Jesús, amigo, que uno no anda para esos trotes. El caso es que, entre idas y venidas, sábado sí y sábado también, la serranía de Hervás, dominada por el Pinajarro desde lo más alto, empieza a no tener secretos para mí.

Pero esta vez tocaba explorar una ruta para que el Grupo Bejarano de Montaña la hollara el sábado siguiente, y allá que nos fuimos. Anduvimos casi literalmente sumergidos en el valle hermosísimo que mira desde la divisoria de Candelario, La Garganta y Hervás y que ahora lo dibuja todo de un verde muy tierno y luminoso. Y desde el pueblo de Hervás sorteamos casas de campo y árboles ya cargados de cerezas rojas bien maduras para llegar al pantano que abastece al pueblo, ascender por un robledal que hace arco a cualquier caminante, tomar un respiro en el estanque desde el que se lanza en flecha casi vertical un canal que conduce las aguas hasta una central eléctrica, desviar nuestro camino invadiendo algún prado y terminar encontrando pista en la Tabladilla. Lo demás fue ascender en suave desnivel por varias pistas, hasta situarnos otra vez a los pies mismos del padre de los picos de la zona: El Pinajarro. Un kilómetro antes, cerca de una torrentera convertida en regato y casi río, nos paramos a matar la sed y el hambre. Y lo hicimos a la orilla de unos hermosos chozos construidos allí por los pastores junto a una majada para el ganado. Mi imaginación se fue volando hasta mi infancia, hasta mis noches de chozo junto a las carboneras, mirando hacia la luna y las estrellas, niño yo de nueve años frente al cielo infinito. Mis chozos eran más pobres que estos que ahora contemplaba. Estos tenían la base construida con piedra bien sólida y, a partir de ahí, las escobas bien mullidas formaban todo el resto. Mis chozos eran todos de jara y escoba desde el suelo. Apenas unos palos muy bien entrecruzados sostenían esas paredes verdes. Y eran, además siempre nómadas pues no duraban más que una o dos carboneras. Estos tienen vocación de permanencia y allí están para mucho tiempo. Benditos chozos estos donde duermen pastores de la sierra junto al ganado montaraz. Ellos saben de frío y de paciencia, de dolor y de soledad, de abandono y de supervivencia. Y saben cómo canta el silencio en las alturas, cómo se desmorona la montaña y la nieve se licua y se rinde ante el sol. Ellos saben los secretos de la montaña y de todos los seres vegetales y minerales. Cómo sentí en los chozos mi niñez.

Nunca os quejéis de la penosidad de una subida. Tened cuidado, en cambio, de la dificultad de una bajada pronunciada. Nosotros exploramos por unos cortafuegos empinados hacia el abismo y mis músculos se empezaron a quejar enseguida. Aún ahora me siguen recordando las bajadas. Pero el camino quedó hecho y anotado, la cascada bellísima en lo hondo del valle me refrescó al momento y el mercadillo de Hervás me regaló unas cerezas del Jerte rojas como granadas.

Y al cansancio se le juntó la alergia. No lo necesitaba pues estaba derrotado de antemano. Y me senté en mi casa para el resto del día y de la noche.


Hoy me esperaba Sara en la ciudad de Ávila. No se ha atrevido aún a lanzarse a la vida, pero anda en balbuceos y presiento que en cualquier momento se lanzará del nido, dará su primer grito y mirará asombrada todo lo que le rodea. ¿Qué verá en su primera mirada? ¿Cómo se ajustarán sus ojos a esta materia extraña que va a rodearla siempre? Ella será de nuevo otro milagro, un engranaje oculto de la vida, un pálpito continuo y luminoso, un desconcierto cósmico, una caricia tenue, un beso sin destino, “un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio. El éxito / de todos los fracasos. La enloquecida / fuerza del desaliento…” La vida ya la espera. Y yo seré su tiempo porque estaré cerca de sus sentidos. La acaricié con miedo en el vientre abultado de su madre. Creo que me respondía en algún movimiento. Y me llené de gozo y de fotos de su espacio, todavía tras el telón de carne en que yace escondida. Tengo que acariciarla con cariño, para que no se rompa; la miraré con calma y con ternura, pues viene de la oscuridad; le hablaré con susurros, pues llega del silencio. Yo ya la aguardo pronto con los brazos abiertos.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Que maravilla Antonio!!!, que envidia me das, poder poner esta fuerza a tus sentimientos con palabras,cuando algún día Sara pueda leerlas no tendra más remedio que emocionarse y quererte.