Y me he quedado, como pensaba ayer, un rato para mirar el tiempo. Me he parado a mirar hacia el cielo desde el sillón confortable de mi terraza y he visto el sol en lo alto y la luz en lo extenso que abarca mi mirada. Arriba sigue blanqueando la nieve, cada día más escasa y más deudora de las aguas del valle, y el verde de las plantas, y el amarillo intenso de la flor de la escoba, que me marca tan bien el paso del tiempo hasta el verano, cuando se encarame hasta lo alto del Alaíz y del Pico del Águila.
Pero he llamado al tiempo por su nombre y he buscado el concepto y tengo que reconocer que no lo he hallado como algo separado de las cosas. Son los objetos los que me marcan la única apariencia que poseo del tiempo. Las escobas andan en flor por estos días a la altura de la Cerrallana, en esta ciudad estrecha. Irán ascendiendo poco a poco, marcando ese color por cotas en la sierra y, repito, cuando coronen cima en el Alaíz, yo sé que será verano. Representan para mí un calendario exacto de eso que llamamos el paso del tiempo. Y aún sigo mirando y certifico que lo que pasa no es el tiempo sino el color de la escoba y la cota en la que se va asentando.
De modo que uno anda convencido de que eso de la medida del tiempo es tal vez de lo poco que uno trae a la vida, uno de los escasos instrumentos con los que uno juega a ser inteligente y a sobrevivir. ¿Qué otra cosa hago yo sino evocar el tiempo cada día?: me evado en la niñez, cuento los días de la semana, las semanas del mes y los meses del año, recuerdo mis asuntos con el patrón del tiempo, me someto a sus antojos y espero que la vida me siga dando tiempo. Es mentira: lo que pido es que la vida me siga dando vida.
Pero sigo llamándolo como ser independiente de las cosas y sigue sin responderme.
Decía san Agustín, un tipo listo y complicado, lo siguiente cuando se preguntaba por el tiempo: “Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé. Pero me atrevo a decir que sé con certeza que, si nada pasara, no habría tiempo pasado. Y, si nada existiera, no habría tiempo presente”. Él apunta muy directamente hacia las cosas. Yo, desde mis debilidades, creo que tiene razón y debería dejarme de empeñar en buscar el concepto del tiempo para dedicarle un poco más de esfuerzo al tiempo de las cosas. Son las cosas las que tienen tiempo, desde ellas medimos ese tiempo, o las caras del tiempo que no son más que las fotografías que las cosas nos van mostrando desde nuestro devenir personal.
Tal vez, entonces, lo que pasa no es el tiempo sino nuestro tiempo; o mejor, mi tiempo, tu tiempo y el tiempo de los otros. Cada uno es su tiempo, su conciencia, esa roncha y ese sarpullido que nos va saliendo en la piel y que nos sitúa en el espejo para vernos en él y para ver todas las cosas a través de la mirada de cada uno de nosotros.
Me sobrepasa pensar en las aplicaciones que le puedo dar a este concepto personal del tiempo: las religiones, los conceptos que apuntan a lo eterno, los espacios vitales, la mirada del espacio, que parece que está ahí puesto como una fotografía continuada y panorámica sobre la que ejercer y concretar el concepto de tiempo, y hasta los tiempos verbales, ese comodín de pasado, presente y futuro que nos hemos inventado para andar por casa (otro día me pararé a medir los tiempos verbales en unas pocas palabras)… Me apabulla el concepto.
Y miro hacia los lados -por si se me apareciera el concepto como algo independiente- y sigo sin respuesta. Miro a los demás, extiendo la mirada hacia los vegetales, me recreo en los animales y desembarco en los humanos, y esos sí me ofrecen la fotografía de la medida del tiempo, de mi tiempo, de la medida que les pongo a las cosas desde mi finitud.
Y como soy mirón, sigo buscando límites. Y ahí están los hitos de la vida y de la muerte, del nacimiento y de la sepultura. Desde ellos mido todo. Ahí está la maratón, aunque con extensión indefinida. Tengo que confesar que los kilómetros me salen ya mejor contados desde ese hito final que me dejará sin tiempo desde el momento en el que se enseñe la bandera del olvido, de mi olvido y del olvido de los demás, del olvido de mí mismo y del olvido de las cosas que más quiero.
Tal vez por eso tendría que esforzarme en hacer cada día más eterno, cada hora más intensa y cada minuto más jugoso. Porque el tiempo soy yo, mi conciencia es la brújula de todo lo que pasa.
Y no existe conciencia sin los otros, aunque sea para notar su ausencia. Por eso no puedo crear el tiempo sin los otros. Luego el tiempo son también los otros, que me miden como yo los mido a ellos. Cada uno con su tiempo. Mi tiempo, tu tiempo, nuestro tiempo.
martes, 5 de mayo de 2009
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1 comentario:
El tiempo para mi, y creo que ya te lo apunté en otra ocasión..es una simple medida de la vida individual en relación con los demás y, lo realmente importante es vivir...poder medirlo y ser consciente de ello, todo un privilegio.
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