sábado, 31 de julio de 2010

LA FLOR DE LA SANABRIA




De vuelta a casa, tras estos cuatro días que no me han dado para mucho, o acaso sí. He cambiado los aires y los calores por otros parecidos, he mudado los paisajes y las vistas por otros también similares, he fomentado la amistad, sentimiento que necesita, como todos, que le den una vuelta de vez en cuando para que no se diluya, y, en definitiva, he desconectado del diario durante unas jornadas.

Cuando realizo esta visita, suelo llevarme el texto de Unamuno de “San Manuel” para releerlo en su sitio natural. Esta vez se me ha olvidado. Pero he contemplado el lago desde Valverde de Lucerna, desde San Martín de Castañeda, subido allá en lo alto y mirando siempre de reojo a las aguas del fondo. Mi habitación, esta vez en un albergue juvenil, miraba también al lago y desde ella contemplaba las aguas serenas y eternas a mis pies, con todo el valle del Tera acunándolas. He recorrido el cañón de este río serrano y pedregoso persiguiendo las aguas por los caozos (cadozos) y por las mellas de las rocas, para terminar bañándome en sus remansos. Jesús me ha servido de guía peña arriba y peña a bajo. He contemplado los restos de la presa que, en un aciago día de hace más de cincuenta años, arrastró la vida de muchas personas que vivían tranquilas en el asiento del valle.

Y he pasado calor. Siempre quiero huir del calor en verano. Y Sanabria es un sitio adecuado para ello. Pero este año parece que no hay resquicio ni en el tiempo ni en el espacio para darle esquinazo a estos sofocos. Con todo, las horas de sombra son allí más llevaderas, a la orilla del agua y al fresco de la noche.

Jesús y Sinda nos han acogido con la amistad de siempre y Leticia nos ha regalado la ternura y los empeños de sus pequeños caprichos. A todos, gracias.

He tenido centro de operaciones en un albergue juvenil y la circunstancia me ha llevado mentalmente a muchos años atrás en todos los sentidos. Para fastidio de economistas y de papanatas de hotel y arena, dejaré constancia de lo barato que resulta pernoctar en lugares de este tipo y de las muchas prestaciones que ofrecen. Que no, que no todo es PIB ni POB, coño, que existen otras posibilidades menos ostentosas y más apacibles, y que la felicidad no consiste en alcanzar éxitos económicos y mucho menos en estar todo el año supeditando esfuerzos para conseguir unos días en los que asentar el culo al lado de otros tantos lagartos que se tuestan en espera del cáncer de piel.

A la vuelta hemos parado en Tábara para contemplar su magnífica torre y la iglesia, hoy convertida en pequeño museo. Desde allí nos hemos desviado hasta Moreruela y hasta los restos del centro templario, majestuoso y aún altivo frente al paso de los siglos. Entre sus restos se sienten de manera directa muchas sensaciones: el paso del tiempo, la grandeza del Temple, la estructura socioeconómica de la época, los restos de la misma hoy, la influencia de la religión en esta cultura, la imagen de los copistas y de los miniaturistas en el trabajo de códices, el ejército de empleados sirviendo a los monjes…

Zamora nos recibió por un rato en sus calles medievales y en su Duero abierto a los pies de las murallas. Y también con su calor de mediodía. No estábamos en la mejor disposición de gozar de sus calles y de su inigualable románico. Otra vez será.

Y Salamanca nos esperaba con mis hermanos para comer juntos y pasar el resto de la tarde a la sombra y al amparo de la charla.

Lo demás fue viaje y vuelta a Béjar cuando la luz se esfumaba por el horizonte.

Y hoy de nuevo aquí, asustado por tanto calor que me domina y me empequeñece, que me achica y me desarma, que me deja expectante y mirando al mapa para suplicar que bajen los calores porque tengo ganas de imponerme un ritmo de actividad que no solo responda a la supervivencia sino al deseo de medir la vida y su empuje con mis ganas y con mis proyectos.

A ver si hay suerte.

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