jueves, 28 de agosto de 2008

NO MERECE LA PENA

Es un día cualquiera del mes de agosto, acaso este 27 que ya anuncia los tiempos de setiembre. Hay que hacer compras. Tengo que comprar leche para nosotros y para más personas de las que prefiero no dar referencias. El volumen y la distancia me obligan a llevar el coche.

Antes de salir de casa me sorprende el vozarrón carretero de un vendedor de ajos que en medio de la calle despierta a todo quisque: “Señora, cinco kilos de ajos por cinco euros. Vaya ajos manchegos. A cinco euros los cinco kilos. Venga, baje, señora, acuda a la oportunidad. Vaya ajos”. Y así durante diez interminables minutos. Calculo que para entonces más de la mitad de los vecinos se ha acordado de la inocente familia del vendedor de ajos. Yo desde luego me hallo entre los que se acuerdan y les mandan saludos.

Pero bajo la escalera y salgo al aire de mi plaza. Dos furgonetas con productos de dulcería hacen intercambio como si de un mercadillo se tratara en medio de ella. Lo hacen a diario en medio de la plaza, reservada para el juego de los niños y de los menos niños. A ellos les da lo mismo. Como les da lo mismo a no menos de media docena de coches que han aparcado encima del espacio, sin ningún pudor, sin siquiera situarse en las esquinas y despreciando los lugares que hay libres para esos menesteres. Algunos son de propietarios vecinos que tienen cochera para poder guardarlos. No les importa un carajo y ahí los dejan para molestia de todo el mundo. Por si fuera poco, algunos coches se acercan casi en caravana a dejar a sus niños en la “guardería” que hay debajo de mi casa. Apenas puedo dar un paso y me arrepiento de haber salido a hacer la compra.

Aún me aguarda la calle Libertad que veo desde arriba atiborrada de coches. Solo puedo entrar en ella después de jugármela en el cruce de la Corredera y después de haber soportado los atrevimientos de dos jóvenes y la insulsez de dos personas que no se mueven ni con empujones. Cuando estoy en camino de descender por la calle no encuentro más que atascos: coches aparcados, camiones en doble fila, sensaciones de ahogo, ruidos y pitidos, malos modos y enfados. Hay gente que confunde la necesidad de ser tolerantes con el desprecio absoluto a los demás. ¿Por qué, por ejemplo, en doble fila, los coches al menos no se juntan unos a los otros? Ni por esas. Lo mío es mío y lo demás ya lo arreglaremos.
Consigo tarde mal y nunca desembocar en el Puente Viejo después de varios minutos y de sortear varios peligros. Y no me resulta más sencillo el tránsito por la carretera de Ciudad Rodrigo. La vuelta es una repetición de esperas, de atascos y de falta de espacios. Los coches han tomado la calle, han asaltado las aceras y han inundado el aire.

El hecho es una anécdota, pero se convierte en categoría al comprobar que esto se repite un día sí y otro también. ¿Qué civilización es esta? ¿Qué escala de valores es la que la sustenta? ¿Qué modelo de progreso es el que se advierte? Yo me paro y me bajo. Conmigo que no cuenten.

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