viernes, 31 de julio de 2009

MI LAGO DE SANABRIA






Los espacios son lo que ven cada par de ojos que los miran. No hay un Gredos o una sierra de Béjar o un campo de lechugas o un cuadro de las Meninas. Quiero decir que no existe esa realidad inmutable y siempre la misma, sino la realidad que perciben los sentidos de cada persona que ve, huele, o toca esos elementos.

Hace ya muchos años, tántos años… Yo me había acercado hasta este lago del que ahora hablo porque el azar lo puso en mi camino y unos buenos amigos decidieron prestarme (prestarnos) el asiento de su pobre automóvil para poner tierra de por medio y experimentar la mieles de una nueva situación. Unos breves e intensos días se encargaron de dejar viva huella en nosotros. Después llegó el invierno de la lejanía y aquello se fue apagando hasta quedar en un rescoldo mortecino.

Pero hubo dos hilillos que mantuvieron el recuerdo prendido a este sitio tranquilo y apartado. Jesús y Sinda suelen pasar cada año unas semanas a la orilla del lago de Sanabria, enfrascados en la frescura del lugar, sumergidos en el interior del paisaje y haciéndose un poco unos habitantes ocasionales más del pueblo último. Ellos me hablaban de vez en cuando de lo que allí encontraban, y siguen encontrando, del contraste entre el duro calor de la meseta o del sur y el fresquito y verdor de aquellos rincones escondidos que ya hacen de vecinos con Galicia y que se han colocado por encima de la frontera norte de Portugal. Y siempre hablaban bien de su experiencia. Ahí había una llamita que no se apagaba del todo.

Otra llama, esta casi producto de un incendio, es la que ha provocado en mí siempre la lectura de un breve e intensísimo texto de Unamuno: “San Manuel Bueno, mártir”. Lo he leído con fruición bastantes veces, he rumiado muchísimo bastantes de sus frases, he comentado incluso profesionalmente su contenido, he creado un poema con base en sus páginas… me he entrañado bastante entre sus páginas. Y “San Manuel” nació y vive pegadito a este lago, acaso en las laderas verdes que lo circundan, tal vez en el interior de sus aguas, en ese Valverde de Lucerna que duerme eternamente en sus fondos. Esa llama me ha quemado bastante y muchas veces.

Por eso, en cuanto se presentó propicia la ocasión, nos pusimos en marcha y nos fuimos a él, a ver los destellos del sol en la superficie de sus aguas, a soñar que también iluminaba las salas sumergidas y escondidas de ese pueblo, de las gentes sencillas de ese pueblo a las que don Manuel quiso hurtar sus verdades personales para no hacerles daño.

Mi lago de Sanabria, por lo tanto, volvió a ser don Miguel y su Lucerna, don Manuel y su Ángela Carballino, sorprendida y perpleja, su hermano Lázaro, resucitado al fin pero, ay, para el sueño, Blasillo y su repetición idiota de fórmulas mecánicas, él sí abandonado de la razón (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), y todos los habitantes de aquel pueblo de gentes buenas a las que había que hacer vivir y soñar, por lo terrible que podría suponer que despertaran. Que despertaran a la razón y a la evidencia de las tristes miserias del espacio y del tiempo como últimas razones, por supuesto. Este pueblo, y el otro, y aquel de más allá… Todos los pueblos que en el mundo han sido.

Se dice de don Manuel: “Su vida era activa, y no contemplativa… Huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.” Yo me hice don Manuel por unos ratos pero quise ser contemplativo y pensador. Y lo imaginé trabajando con la gente del pueblo, fingiendo siempre y callando la verdad, su verdad, la verdad de su razón. Y me senté a su lado por un rato en lo alto de la montaña, allí en los amplios jardines que rodean el monasterio Bernardo de San Martín de Castañeda, o en Bouzas, que lame el lago. Y miramos el valle y soñamos el agua y sus gentes, y las gentes de todos los lagos del mundo. Y quisimos hablar pero desistimos para no echar más leña a la hoguera y porque nos apabullaba la verdad y nos parecía tan terrible que decidimos no nombrarla.

Para charlar un rato con Unamuno me llevé un ejemplar de su San Manuel con la promesa de leerlo junto a él. Y lo hice, pues claro que lo hice, contemplando las aguas y los vastos paisajes que lo cuidan y lo acunan, y que también lo miran sorprendidos. Cumplí con la promesa y arranqué otra lectura distinta y muy sabrosa. Creo que, en este caso sobre todos, leí el texto y no lo releí, pues tenía a mi lado al autor y sentía cómo se moldeaban los materiales hasta dejar un cuerpo tembloroso y perplejo, de un dramatismo intenso y un sentido muy hondo.

Un folleto decía que, en su parte más honda, el lago mide algo más de cincuenta metros de profundidad. Yo creo que en su suelo guarda muy dentro un extenso resumen de la historia preñado de silencios y de andares que acaso no llevan a ninguna parte definida. Aunque sentí el agua fría, el último día me ungí con sus aguas a primera hora de la mañana. No quería marcharme de allí sin llevarme algo del espíritu y aun de la realidad que encierra el Lago de Sanabria, mi Lago de Sanabria.

3 comentarios:

Donce dijo...

Ay mi Sinda, Antonio, qué ilusión tan grande!!!! -jajaja, m´encantaaa, pero qué linda es!- y también alegría de verte de nuevo, y a tu Nena -mira que me alucina el cutis de tu mujer- sísí, y a Jesús también, qué leches! y a Leti!!

Mil graciasssss de corazón y un besazo grandote para todos.

Adu dijo...

Por fin te veo, eres la de las gafas de sol????????????
Ja ja, qué sorpresa tan linda.
Por fin se deja ver Sinda.
Besos.

altairbejar dijo...

Te haces unas escapadas fugaces que dan para mucho. Buen sitio Sanabria, espero volver pronto por allí.

Por cierto, tu serie del viaje a Athos me ha parecido casi como un libro de viajes de esos que se escribían antes. Lo describes todo tan bien que parece que hemos estado todos allí.

Un abrazo.