lunes, 20 de julio de 2009
ATHOS XIII
Aghios Pavlo seguía allí sumiso, a sus pies. Alguno de los días anteriores habíamos escuchado algún trueno y Jesús se apresuró a cambiarle el nombre al Dios convirtiéndolo en Júpiter Tonante. Ahora yo lo veía más celestial que nunca. Y más simbólico también. Que serene y dé paz a todos aquellos territorios, a todas aquellas aguas y a todos los que han dedicado su vida a vivir junto a él.
Después llegaron todos los demás paisajes y los otros monasterios de los días anteriores: Aghios Dionysiou, Grigoriou, el impresionante Simonos Petras, tan alto y tan esbelto, la parada de Dafne, Xiropotamou, Aghios Pandeleimonos, Xenofondos, Dochiariou, Zografou, en el interior del monte y con el haragán todavía durmiendo la siesta del otro día… En fin, toda la costa meridional de Athos, del Aghios Orous, de aquel lugar extraño y alejado al que habíamos ido casi sin equipaje y del que volvíamos con la mochila llena de sensaciones varias. Parecía aquello un crucero religioso por el Egeo.
Quise confundir, de nuevo y de manera consciente, en mi mente los elementos clásicos y los de la religión ortodoxa. Y qué almacén tan desigual y hermoso: los dioses, los filósofos, la doctrina cristiana, los santos, los cismas, los monjes, las sirenas, las ninfas, los poetas, los conductores de ejércitos, los pueblos primitivos, los guerreros, los rezos sempiternos, los cantos melodiosos, los paisajes frondosos, las aguas encalmadas, el abismo, el discurrir del tiempo, el espacio estancado…, la vida en sus capítulos, mi vida en buena parte. Porque los dioses y los tiempos son fábrica del ser humano. Y yo los había creado muchas veces desde lejos y los había fabricado y gozado un poco en estos densos días.
Nos íbamos acercando a Ouranópolis con la sensación de que todo iba quedando atrás y de que todo revertía hacia la vuelta. En el barco nos acompañaban peregrinos, trabajadores de los monasterios, monjes de toda clase -algunos desastrados en sus hábitos-, vehículos y objetos. Todo volvía al mundo de la civilización. De otra civilización, la de las prisas. Porque ya nos aguardaba el autobús de vuelta en un enlace rápido con nuestro barco. Antes el espectáculo insólito, a pesar de su falta durante tan pocos días: ¡!Mujeres, hay mujeres!! ¡!Mira, Jesús, mujeres!! Bellísimas mujeres exponiendo sus cuerpos semidesnudos en la arena. Por fin las sirenas, coño, y estas de verdad.
Nos traen los horarios como fámulos del tiempo: no hay derecho a dejar esas postales tan deprisa. Uno compra algo de fruta y otro se acerca sin respiro a comprar los billetes de autobús. Y enseguida la carretera de vuelta hacia Salónica. Ahora es otro trayecto pero poco me importa. Solo importa el descanso en la zona de sombra del autobús. Con nosotros viajan también algunos monjes de Athos. ¿Adónde irá esta gente tan lejos de su sitio natural? Alguien nos ha dicho que estos monasterios acumulan mucho poder y bienes y que en un reciente litigio con uno de ellos hasta dos ministros griegos habían tenido que dimitir. El poder, ya se sabe. No el de los Diógenes, sin duda, pero sí el de los grande monasterios que hemos visitado y que tan bien nos han acogido durante estos días. Hoy no tenemos conductor que nos cante y nos arrulle con sus sones, pero cerramos cortinas y dormimos un rato.
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