“En tierras de la Camorra, conocer los mecanismos de financiación de los clanes, sus cinéticas de extracción, sus inversiones, significa comprender cómo funciona el propio tiempo en toda su proporción, y no solo en el perímetro geográfico de la propia tierra. Ponerse en contra de los clanes se convierte en una guerra por la supervivencia, como si la propia existencia, la comida que comes, los labios que besas, la música que escuchas, las páginas que lees, no lograran darte el sentido de la vida, sino sólo el de la supervivencia. Y así, conocer ya no es un indicio de compromiso moral. Saber, entender, se convierte en una necesidad. La única posible para considerarse aún nombres dignos de respirar.”
Son estas las palabras del penúltimo párrafo del libro “Gomorra”, escrito por Roberto Saviano, un joven napolitano de treinta años, que, desde la publicación, anda huido y escondiéndose de una más que probable venganza de cualquiera de los seres de ese mundo que tan bien refleja y denuncia en el texto. La solapa del libro recoge una fotografía del autor en la que muestra una mirada sentida y fija, vete a saber en qué, pensativa y triste, oscurecida y pesimista.
Las 336 páginas del libro resultan una crónica apabullante, casi una nómina de integrantes de ese mundo, con sus posesiones, sus aficiones, sus formas de actuar, sus asesinatos, su escala de valores y hasta sus ideales, si es que los tienen.
Me resulta alucinante pensar en qué medida algo de lo que se refleja en el texto existe en cualquier otro lugar en el que nos movemos, acaso también entre nosotros. Naturalmente que hay que eliminar las muertes de la estructura, lo que no es poco. Pero tengo la impresión de que otros niveles empiezan a asomarse a nuestra vista a poco que agucemos la mirada y estemos dispuestos a unir causas y consecuencias.
Pienso por ejemplo en la extorsión como método para obtener concesiones y contratas y acaso ya hasta podría sospechar sobre casos concretos. Hay variantes comerciales que se prestan tanto a esto. A los éxitos injustificados me remito y que cada cual extraiga conclusiones. Y pienso también en el tráfico de influencias o en la información privilegiada. Y se me viene a la mente la actuación de cualquiera que esté en situación privilegiada frente a otro, por volumen de negocio, por situación de mercado o por liquidez económica.
Hago un ejercicio más de concreción y me quedo, por ejemplo, con el mundo del textil. ¿No es extorsión que una marca poderosa amenace con no comprar la producción entera de otra menos poderosa y, de esa manera, obligarla a vender a precios ruinosos? ¿Y esto no se practica siempre, en todo lugar y a toda hora? ¿Quién tiene la posibilidad de poner unos precios de ruina para el comerciante si no es el que puede resistir por su poder y fondo económico? ¿Hace falta concretar más? ¿Es necesario dar nombres? ¿Y qué sucede en el mundo de la alimentación? ¿Y en el de los paquetes turísticos? ¿Y en el de la construcción? ¿Y en el de…?
Los hombres de la Camorra se mueven en unos parámetros en los que lo que sirve es la ley del más fuerte, en los que los medios siempre están justificados con tal de alcanzar el fin inmediato de la supremacía y del monopolio para imponer voluntades que casi siempre responden a instintos primitivos y poco duraderos, porque el sistema obliga a eliminarse entre sí, de manera que se construye una rueda que no para de girar y que, inevitablemente, tiene que llevarse por delante también a los momentáneos triunfadores.
No son pocas las personas vinculadas a la Camorra y, en general, a los métodos mafiosos, y convendría analizar las causas que explican esa integración y esa permanencia del fenómeno. Como sucede siempre, no es tan sencillo el esquema como para tirarlo a la basura sin antes analizarlo. Este libro ofrece los datos para que cada lector se detenga un rato a pensar en lo que significa todo esto y en las razones que lo explican.
A mí me interesa, como quiero hacer siempre, trasladar el fenómeno a mis alrededores, por si encuentro alguna semejanza o alguna aplicación a mi vida y a la de los que me rodean. En el fondo, creo que el sistema capitalista no obedece a normas distintas y todo lo que hace es dulcificar el método con leyes que lavan la cara al sistema y que ponen sobre la mesa un referente al que se agarran siempre con más fuerza los que tienen más poder para interpretarlo en su beneficio, a través de sus bufetes y de sus divisiones de interpretaciones legales, de estudios de oportunidades y de burlarse de esa ley por el artículo y versículo correspondientes.
Los altavoces públicos (medios de comunicación, publicidad, fuerzas del orden…), siempre en sus manos, ya se encargan de aplaudirlos y de convertir en milagro lo que no es más que un extraño pasaba por allí.
Las terminales de la cadena, los compradores y sufridores abnegados del sistema, tampoco están muy por la labor y prácticamente todos andan (andamos) buscando un sitio algo confortable en el sistema, para sobrevivir. No sé cuántos se plantean, no el aprovechamiento egoísta del sistema, sino la bondad o la maldad del propio sistema. Sospecho que muy pocos. Y los que lo hacen deben de ver como un gigante que se te cae encima y al que es mejor atusarle el lomo que tirarle un dardo a la frente.
El panorama que se esboza es feo. Ojalá fuera excesivo o mentiroso.
jueves, 23 de julio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario