viernes, 17 de julio de 2009

ATHOS XI




Así que monte abajo, cambiando perspectivas y cansancio: lo que antes era todo cuesta arriba se desploma ahora mismo en el abismo. Y el mar siempre en su sitio, como si fuera eterno y anduviera dormido en sueño interminable. Ya el sol va declinando y el sudor se acompasa y no nos agobia tanto.

Llegamos a la altura del mar (el mar no tiene altura) y ponemos en práctica el asalto a una de las pocas prohibiciones que se pueden transgredir en estos lugares. Es el mar un peligro, sereno como está junto a la playa y los acantilados. Las aguas del Egeo no son aguas cualesquiera, la tarde está tranquila y sosegada. Jesús, ¿a qué aguardamos?... Por si esto fuera poco, han aparecido por allí tres individuos en una motora y se han lanzado al agua. Al agua, patos… Había que ungirse físicamente de todo lo que la historia ha dejado como poso en estas aguas. Era este otro bautizo iniciático y extraño. Y con aquel calorcito… Y con el cielo mirándonos celoso. Y con la luz diáfana encendiéndolo todo. Al agua, al agua, patos… Qué fresquito, qué gusto, qué hermoso placer el de romper la norma… ¿Cómo nos íbamos a ir de aquí sin darnos un buen chapuzón en el Egeo?... Yo creo que Zeus y Yahvé nos miraban y se reían desde lo alto del monte Athos. Y los demás dioses también. Las sirenas somorgujaron a nuestro alrededor, que yo las sentía por allí cerca.

Nos sentamos serenos en las rocas aguardando que nuestras escasas ropas se secaran para poder proseguir camino. ¿Cómo pueden resistir estas gentes todo el tiempo sin sumergirse en etas sagradas aguas? Me pareció en este momento que casi todo estaba ya cumplido: un poco de inmersión en la naturaleza, otro poquito en la realidad litúrgica y el bautismo de agua en el mar que rodea al monte Athos.

En cuanto pusimos pie en camino, observamos cómo una lancha de la policía se acercaba al lugar. Allá con los que allí se quedaron bañándose; nosotros habíamos puesto tierra de por medio. Y en medio del camino aparecieron dos personas que habían hecho en camino en sentido inverso y un par de monjes que a punto estuvieron de cazarnos en pleno baño. Seguro que, si nos hubieran visto, no habrían resistido la tentación de bucear un rato entre las aguas. Ay tontitos, tontitos, no sabéis lo que es bueno.

El sol y el sudor nos tomaron de nuevo, pero yo creo que ahora nos sorprendieron con otra piel y con otra mirada. Yo tenía la impresión de que me llevaba un poquito de todo lo que guarda el mar Egeo.

Subida pronunciada y vuelta a la cota de Grigoriou, el monasterio en el que habían quedado a buen recaudo casi todas nuestras escasas pertenencias. Volvemos la vista hacia el poniente y hacia el cielo y allí seguía lejano y misterioso, colgado en el abismo Simonos Petras. Desde allí arriba parecía que nos cobijaba y que cuidaba de nosotros. Pero bien sabíamos que, un poco más al este seguía el verdadero gigante de estas tierras, el Agios Orous, el misterioso Athos. Que todos nos guarden mientras descansemos del cansancio del día.

Para hacer un recuento somero de este día, aún tenemos tiempo de sentarnos un rato sobre las dulces aguas que lamen los pies de este monasterio sin llegar a alcanzarlas: caminos, rezos, charla, baños, naturaleza, reflexión, cánticos…Y todo en el ambiente misterioso de estas tierras, en las que sigo viendo mezclas de dioses de todas clases refugiados en el monte y en las aguas, en la fronda y en los acantilados. Que todos nos acojan y que velen nuestros sueños.


ATHOS XI: Delicias monacales (Jesús Majada)

Hasta ahora nuestras referencias culinarias se han reducido a notas salteadas aquí y allá. Quizá el asunto merezca un poco más de pausa, con información a la carta.
Ya he señalado que la cena y la comida-desayuno de Xenofontos, el monasterio de nuestra primera noche, fueron las mejores, con pescado tanto por la noche como por la mañana.

A partir de ese momento nuestra dieta siguió siendo mediterránea, pero sólo vegetariana.

Recuerdo el desayuno de nuestro segundo día, lentejas (muy bien guisadas) y un pepino. Recuerdo también la situación: en una mesa alargada nos situábamos diez comensales, con sendas escudillas delante y cruzados junto a ellas sendos pepinos enteros, como de cuarto de kilo. No era el típico pepino regordete y rugoso que en España suele utilizarse para el gazpacho, sino un fino y alargado pepino tipo holandés. Desde que nos sentamos a la mesa y el monje comenzó la lectura, me di cuenta de la expresión desconcertada de todos: primero, la vista fija en el pepino, y luego, cada cual mirando a los ojos de los de enfrente como pidiendo auxilio para cómo meter diente a la hortaliza. En medio del silencio, el escenario no dejaba de ser divertido.

He de confesar que soy devoto de estos pepinos holandeses. Tanto en invierno como en verano suelo prepararlos en rodajas muy finas y condimentarlos con aceite crudo, pimienta y sal. Así es que me encontraba en situación ventajosa sobre el resto de la concurrencia y, aunque allí no tenía a mano ni pimienta ni aceite, decidí tomar la iniciativa, más que nada por epatar a los demás. Cogí la cuchara con la derecha y el pepino con la izquierda: una cucharada de lentejas y un bocado de pepino; otra de lentejas y otro de pepino… Todos tenían la cabeza baja, sobre los platos, pero miraban de reojo, un poco asombrados.

Comí así hasta medio pepino y, viendo que nadie me seguía y el silencioso escándalo ya había surtido efecto, opté por dar un paso más, y pasar de devorador sin miramientos a hedonista refinado: lo partí a lo largo por la mitad, le eché un poco de sal, comencé a comer los barquichuelos, sujetándolos con el pulgar y el índice, mientras extendía levemente el resto de dedos en abanico. Y a cada bocado cerraba los ojos y levantaba la cabeza, como para mejor paladear aquel manjar de dioses…

1 comentario:

mojadopapel dijo...

A mi también me gusta tomarlos con sal aceite y pimienta, no entiendo porqué se extrañaban tanto.