viernes, 17 de julio de 2009
ATHOS X
ATHOS X
Ya vemos SIMONOS PETRAS, Simón Pedro, el emblema físico de todos estos lugares por lo espectacular de su edificación, colgada en el espacio, allá en el cielo. ¿Sabes lo que te digo? Por mucho lugar santo que sea esto, a la vuelta un bañito en esta cala de piedras será un buen sacrilegio que honrará a los dioses más osados. Que venga Ganímedes con algo de ambrosía y nos la sirva a la orillita de este mar Egeo, que se acerquen a vernos las sirenas. Al fin y al cabo, aquí no ponen pie las mujeres y solo serán ellas, las sirenas, las que anden a su antojo en estas aguas. Y que no se enfaden ni Zeus ni Yahvé. Que se mueran de envidia simplemente…
Pero ahora hay que subir. Muy lentamente, claro, que el calor es muy fuerte y el sol está en su carro resplandeciente.
Simonos Petras está colgado en el cielo, ya lo he dicho. Cualquiera sube allí con el calor que hace. Casi desde dentro de las aguas, sale un camino bien empedrado, continuación del que ya traemos desde Grigoriou. Vamos allá. El sudor es nuestro más estrecho compañero. Enseguida ganamos altura y nos detenemos contemplando las diferentes perspectivas que se nos ofrecen, tanto en nuestra vista hacia arriba como dejando que se desplome hacia el mar. Mis ganas y deseos se dividen entre echar a volar hacia el mar y enterrarme en sus aguas o ascender hacia el refugio de Simonos Petras. Hay fuentes en la escalada, porque esto es una escalada más que una subida. Y en cada fuente, un vaso para ayuda del peregrino. Cuánto siglos y vidas se habrán diluido por esta cuesta… Venga, Jesús, arriba, que ya está más cerca este gigante… Vamos, Antonio, adelante, que ya nos mira desde más cerca…. La fatiga nos puede, pero el deseo de llegar también. Descansamos, bebemos, hablamos un poquito, miramos hacia el mar y hacia el monasterio, que se nos cae encima, volvemos a empujar otro poquito, renegamos del calor, desconectamos de la razón y nos dejamos llevar tan solo por las ganas de llegar arriba. Venga, un poquito más, que está ahí ya mismo.
Y se dejan ver y tocar los primeros paredones cultivados. Una fuentecilla más, un nuevo trago, una mirada al fondo del abismo en donde sigue el mar tranquilo y refrescante. Quién pudiera. Y allí, a la vera de la fuente, se me vinieron encima los versos de san Juan: “Que bien sé yo la fonte / que mana y corre, / aunque es de noche”. La luz era diáfana, como de media tarde, pero se trataba de otras oscuridades. Y acaso también de otras fontes. Pero por allí andaba también el espectro de este nuestro frailecillo y nuestro gran poeta.
Así que, ligeros de equipaje, sin toxinas en el cuerpo, pues todas las habíamos echado en sudores, pero muertos de fatiga y de cansancio, llegamos a la altura de Simonos Petras. ¿Por qué este edificio pétreo colgado en estos montes? ¿De qué se guarda esto? Algo tendrá que ver con la defensa frente a los enemigos. Siempre los enemigos, qué fastidio. La Historia es una historia de recelos, de dominios y luchas, de disputas de lesa religión. Qué desvarío. Almogávares, turcos, orientales. ¿Por qué no hay más amor y menos lucha y muerte entre los hombres? Puede que tenga origen este monasterio en alguna huida individual hacia la soledad del monte y a la dulzura del panorama inmenso que desde allí se contempla. Qué sé yo. Allí sigue perenne por los siglos este cíclope pétreo.
Unos obreros trabajan en una edificación. Pero en la parte sur un inmenso andamio nos anuncia también trabajos nuevos en aquella fachada. ¿Cómo ha podido anclarse si todo está en el aire. Pronto aparece el arkonti (tal vez arkontariki, me señala Jesús fechas más tarde, sea el nombre reservado al edificio de peregrinos: este Jesús es un tío competente, está en todo y habrá que hacerle caso) que nos regala nuestra copita, nuestros dulces y nuestro vasito de agua. Si supiera el buen hombre cuánta hemos bebido en la ascensión… Aparece un jovencito vestido sin los hábitos de monje. Lleva allí cinco años. Es rumano de origen. Es seguramente algo así como un novicio en occidente. Uno entiende mal las vocaciones tardías para encerrarse en estos lugares, pero estas vocaciones tan tempranas se escapan de toda razón. Él sabrá lo que hace.
Nos sigue llamando la curiosidad de examinar la distribución del monasterio, aunque no esperamos edificaciones diferentes a las que ya hemos visto. ¡Pero es que esto está colgado sobre el precipicio!! De modo que bordeamos pasillos muy estrechos y dimos con nuestros cuerpos en una balconada, también estrecha, que nos dejaba a la intemperie y en el más infinito vacío. Jesús, esto no es cuestión de vértigo, es asunto de peligro… Yo por aquí no paso… Ninguno de los dos se atrevió a buscar la salida natural. Volvimos sobre nuestros pasos asustados, tras unas miradas casi furtivas al inmenso mar que seguía acostado allá en el fondo. Coño, ni los astronautas ingrávidos en el espacio…
Nos salvó la hora. Tal vez se apiadó de nosotros Cronos (sigo jugando con los dioses griegos más antiguos) y su reloj de arena porque era la hora de la oración, el momento de vísperas. Sentarse en el catolicón, en este caso, era, además, como olvidarse de que andábamos suspensos en el aire o algo así. Tal vez esta liturgia tendría que haber resultado un poco más etérea y celestial. No me atrevo a afirmar yo tal cosa. A mí me seguía pudiendo el recuerdo del abismo.
Pero de nuevo regresó el rezo y la salmodia se apoderó de todo. Nunca los coros celestiales se afinaron las gargantas como el primer día que se dejaron oír por nosotros, pero hoy también estaban en concierto, aquí, si cabe, en una cota más alta y luminosa. Aquí Dios no puede poner excusas de no haber oído las invocaciones de los hombres ni los dioses clásicos se podrían esconder de los humanos. De nuevo el kirieleison sempiterno, la dulce melopea repetida, el corazón en calma “estando ya mi casa sosegada”, el silencio reinante, la bóveda del cielo, la luz en las alturas, Agios Cristos, Agios Azánatos, kirieleison, kirieleison, kirieleison… Se repiten los rezos, se repiten las sensaciones. Son estos los momentos más sagrados.
Y enseguida la cena, como siempre. Y otra vez las verduras como plato único, y el pepino de postre. Coño con el pepino. (La casualidad quiere que, cuando redacto esta línea vuelva de la compra y -mira tú por dónde- el tendero me ofrece pepino fresquito por si me interesa incorporarlo a mi compra. No, por Dios, no quiero pepinos). La rapidez y el rezo en el silencio, los otros peregrinos, el fondo luminoso de los mares, los frescos en todas las paredes, la sensación de estar en el vacío.
La amable reverencia de estos monjes al salir del comedor nos sirve de despedida pues hemos de volver sobre nuestros pasos hacia Grigoriou.
ATHOS X: Diógenes el can (Jesús Majada)
(Mañana salgo de vacaciones, ya sin ordenador, ni internet al alcance de la mano. Por ello mañana aparecerá mi última entrada sobre Athos. La tarea de rematar en solitario la narración de los sucesos de este viaje queda para Antonio, quien sin duda lo hará tan cabal y cumplidamente como tiene por costumbre).
La población de Athos es de muy distinto pelaje. Aunque toda es masculina, las diferencias jerárquicas, profesionales e incluso sociales son manifiestas. No obstante, los matices –especialmente entre los clérigos- se nos escapaban.
El grupo de paisanos que pululan por Athos no es pequeño. Dejando aparte los peregrinos, de los que ya hemos hablado, hay funcionarios (aduanas, correos, policía de fronteras), personal dedicado a servicios (tiendas, bares, banco) y trabajadores de la construcción. Como en todos los monasterios se están llevando a cabo obras de remozamiento y restauración, éstos últimos son muchos. Parecen dominar los procedentes de los países del este (rumanos, rusos, búlgaros…). De vez en cuando vimos también muchachos, pero no supimos qué hacían por allí. Recuerdo a dos de ellos, furtivos bañistas entre unas rocas junto al embarcadero de Agios Paulou: a un monje no se le escapó el pecado cometido, y ni corto ni perezoso cogió sus ropas y se las llevó. Nunca fue tan plásticamente lo de “nadar y guardar la ropa”.
Más compleja es la estructura social de los monjes. Lo que más llama la atención es su juventud. Todos llevan hábito. Unos, de impecable planta y corte; en otros, polvorienta, sucia o raída, se nota que su sotana es su mono de trabajo. Vimos monjes pescadores, monjes hortelanos, monjes carpinteros, locos monjes conductores de camiones-todoterreno. Sacerdotes son pocos: en el monasterio de Agios Paulou sólo había seis, de un total de treinta y cinco monjes. Los hay que viven en los monasterios (comunidades de unos treinta o cuarenta); los hay que viven en las skite, pequeños cenobios de cuatro o seis; y los hay que, eremitas perdidos en la montaña, viven de las limosnas que los caminantes que por allí pasan les ponen en un caldero que ellos tienden con una soga desde la pared en que se encuentra su cueva. No pudimos ver a ninguno de estos individuos, aunque esa era mi intención, pues me recordaban los versos de Campoamor, que aprendí al padre de Sinda:
Uno altivo, otro sin ley,
así dos hablando están:
-Yo soy Alejandro el rey.
- Y yo Diógenes el can.
- Vengo a hacerte más honrada
tu vida de caracol.
¿Qué quieres de mí?
- Yo, nada;
que no me quites el sol.
-Mi poder… es asombroso,
-Pero a mí nada me asombra.
- Yo puedo hacerte dichoso.
- Lo sé, no haciéndome sombra…
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1 comentario:
Acaso fuere el desconocimiento del idioma, que os impidió la charla sosegada con los monjes (ya habíamos comentado alguna vez antes del viaje este hándicat)y la profundización en sus costumbres, pero nada contáis de sus formas de vida fuera de sus rezos; nada de la relación que existe entre los distintos monasterios, dada su pertenencia a distintas nacionalidades; nada de su dedicación -si existe- al estudio; nada de su nivel cultural e intelectual. ¿Qué impresiones tenéis respecto de esto?
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