miércoles, 24 de junio de 2009

EN LA DEHESA DE CANDELARIO

Hoy tocó comida en el campo. Una de esas comidas que cierran ciclo -en este caso curso- y que ponen límite a algún período regular. Nos fuimos a la Dehesa de Candelario con nuestras carnes y con nuestras bebidas (nadie me guardó ensalada, coño), con nuestros buenos aderezos y con nuestros postrecitos.

Comer en la Dehesa es un lujo de hotel de seis estrellas. Un extraordinario robledal ampara todo el paisaje y lo sostiene en un fresquito estupendo. Las laderas de estas sierras son así y en ellas uno se deja llevar por cualquier cosa, que todo es bien venido. Y allí hemos pasado los colegas unas cuantas horas, con charla incluida, con ensayo de cocinero mayor también, con paseo estupendo por la orilla del río y por el azud que lleva hasta el pantano, y con ascensión final al Cancho de la Muela cuando ya la tarde declinaba. Una cosa completita y maja.

Estas situaciones son propicias para que la gente se suelte y deje ver sus caras un poco más ocultas, esas que se evitan y se esconden tras algún tipo de coraza los días laborables. La profesión de la enseñanza es bastante peculiar y estas ocasiones siempre deparan alguna sorpresa. Vinieron Paco y Ana desde Salamanca y me he quedado con un poquito de mala conciencia porque tal vez no los he atendido mucho. Mis excusas.

La profesión de profesor tiene algún punto de trabajador temporero (que no se entere mucha gente) pues cada curso se cierra un ciclo y se abre otro nuevo cuando se anuncia el otoño. Siempre es cosecha nueva, siempre se inicia con el deseo de recoger buenos frutos. Y siempre se comprueba la certeza de que los árboles que se cultivan tienen la misma edad y la misma lozanía, mientras que el cultivador se hace cada vez más cansino y mayor. También ellos son el tiempo, tal vez el mejor reflejo del tiempo, de mi tiempo.

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