lunes, 25 de abril de 2011

SER PERSONA

Mi nieta Sara va vocalizando cada día mejor porque su órgano fonador va consolidándose y el ejercicio le va dando naturaleza y apariencia de normalidad. Cuando la oigo al teléfono pronunciar varias veces la palabra “hola”, noto cómo redondea la vocal “o” y abre la boca para pronunciar la vocal “a”. Como, además, le gusta repetir la palabra -tal vez porque empieza también a reconocerse en su capacidad de articular los sonidos-, yo me quedo contentísimo y repito sus mismos sonidos, como en un eco gozoso. Sara empieza a ser una personita, digo a los que están cerca de mí.

SER PERSONA, ¡qué evocación tan extraordinaria! Tal vez solo a primera vista. Voy a darle unas vueltas.

La etimología vuelve a jugarnos una mala pasada. La palabra latina persona –ae significa “máscara de actor”. Por eso, en nuestro teatro, las DRAMATIS PERSONAE. Y eran las personas del drama porque representaban con máscara una realidad que no les pertenecía, eran, por unas horas, actores. El DRAE también recoge como primera acepción esta de la etimología, pero enseguida acoge la que utilizamos casi todos: “Individuo de la especie humana”.

¿Cómo se ha llegado a este cambio de significado? Porque los significados cambian, como lo hacen las formas y lo hace el resto de la realidad. Mucho tendrían que decir las palabras hombre y mujer, especializadas para sexos, y el empuje significativo del término mujer como ser equivalente. Tal vez ahí encuadre el genérico para persona.

Pero lo importante tal vez no sea el rastreo que ponga negro sobre blanco el cambio de significado sino la importancia del propio cambio. ¿Por qué se habla de persona en realidad solo cuando el ser humano ha transitado ya algún trayecto de su vida, tiene algún año y empieza a desenvolverse por sí mismo? Es verdad que empieza a desarrollar autonomía pero -y aquí puede estar la clave- la ejerce solo en relación con los demás; su círculo empieza a ampliarse y el mundo reducido se ensancha: las respuestas tienen que ser, entonces, continuas. Y, ojo, las respuestas tienen que ser respuestas a las situaciones que le planteen los otros.

De ese modo, un ser humano, a medida que se hace mayor, cuando se va haciendo persona, tiene que perder buena parte de lo que es suyo y solo suyo, de lo que es más individual, de lo que es más absoluto, y tiene que ir conformando su propia vida a las respuestas y a lo que le permitan los demás. De tal manera que se es hombre o mujer, pero uno se hace persona. Y, en ese hacerse persona, en este ir cediendo cada día, en esa socialización, el ser humano se va enmascarando, se va vistiendo de otros, va perdiendo autenticidad par diluirse inevitablemente en la masa que condiciona su propia vida. En ese camino, el ser humano está en cada momento representando, está vestido de máscara, está ejerciendo de persona en el sentido etimológico.

Bien sé que la lengua es caprichosa y que el término ha sido llevado en dirección muy distinta. Tanto, que separamos persona de personaje, precisamente para tratar de conceder a la persona exactamente eso que le niega su étimo, de manera que individualizamos persona frente al enmascaramiento de personaje. Incluso ampliamos la familia fortaleciéndola con personalidad como individuo de ideas propias.

La persona no es concebible sino como un ser social, como un elemento que vive de su roce, querido o evitado, con los otros elementos de la comunidad. Como esa relación social le obliga a compartir, a fingir, a ceder, a representar, tal vez no anda demasiado desencaminado el término “persona”, incluso pensando en su individualidad, porque, también en su individualidad, está siempre representando una función (nunca “jugando un papel” pues lo que se juega son partidos), está con la máscara puesta, se diluye en la variedad y en la masa, se adapta a la comunidad.

Efectivamente, Sara empieza a ser personita. Veremos en qué medida representa su función con la máscara a cuestas. Será primera actriz, seguro.

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