He afirmado varias veces que acaso lo único que traiga el ser humano al mundo sea la medida del tiempo. Se esfuerza en ajustar sus actos a medidas, a cuarteos artificiales de un continuo que se le escapa de las manos y que tal vez como concepto solo exista en sus pequeñas y paupérrimas mentes. Al fin y al cabo, si realmente existieran el concepto y la realidad, el ser humano apenas vendría a atisbar un mínimo señuelo de lo que el tiempo pueda significar.
Yo creo ser buena prueba de que es el tiempo una de mis obsesiones; sobre él caigo una y otra vez para sentir sin remedio mi flaqueza y mi impotencia. Estoy seguro de que entre las ya muchísimas páginas que he dado a la luz, este núcleo de significado aparece machaconamente y viene a ser como un mantra para mí.
Pero aun en esa mínima muesca que le hacemos con nuestras vidas a la vara interminable del tiempo, nos movemos de manera indefinida y cambiante. Podríamos hablar, sin temor a equivocarnos demasiado, de muchos tipos de tiempos. Me fijaré solo en una de esas distinciones: El tiempo de la memoria cuestiona al tiempo de la Historia.
La memoria es el hilo que nos mantiene vivos y que, a la vez, nos retrotrae al pasado, al segmento de la vida que nos mira con nostalgia desde lo detenido, desde lo estancado, desde lo clasificado. Sea, por ejemplo, el segmento de la niñez. Sobre él hacemos selección con el recuerdo, detenemos la Historia, la acomodamos a nuestra personal vivencia, eliminamos todo lo que no nos concierne de manera directa, o sea, prácticamente todo, mientras que la Historia es total, nuestra historia es parcial y personal. La sociedad no víctima o gozadora directa continúa con su historia, con otras muchas historias, de las que nosotros no tenemos tampoco conciencia.
Cuando el paso del tiempo -si es que el tiempo pasa- va dejando un poso cada vez más difuso y esquelético, nos solemos refugiar en la historia académica, que no es más que otra historia parcial de la suma de historias, el cuerpo se va esqueletizando hasta quedarse en números y estadísticas. Cualquier período nos puede servir de ejemplo, incluso los más recientes: los gobiernos de Aznar andan ya en los papeles casi solo con los números del paro y del empleo, o con unos cuantos y simplicísimos referentes más; muy poca gente analizaría ya la intrahistoria de divisiones, enfados, maneras, manipulaciones… que tanto se prodigaron. Lo que no son cuentas, para mucha gente, solo son cuentos.
Por si fuera poco, la Historia es siempre la de los vencedores; son ellos los que la escriben y es su visión la que vela las demás, la que trata de dejarlas en el olvido. La Historia de los perdedores reivindica siempre la memoria de los hechos más concretos: las injusticias, las hambres, las violencias.
Sería para Congreso analizar un hecho bajo estas perspectivas. Podría ser, por ejemplo, eso que hoy se llama la Memoria Histórica. Qué resultados tan espectaculares. Pero, si se quiere ser más inmediato y sencillo, analícese la pequeña historia de lo que haya sucedido en una agrupación social o política local durante un corto período. Y que cada cual extraiga consecuencias.
En este río revuelto de tiempos y de Tiempo, ¿cómo se puede uno desenganchar de la Historia, si es que realmente merece la pena desengancharse de ella? ¿A qué debemos atender más, a la Historia o a nuestra historia?
La tendencia general a olvidar pone por encima las conveniencias generales frente a las particulares; la memoria general y la justicia de los casos individuales se encogen para dar cabida y preeminencia a los asuntos generales; y casi siempre el individuo se diluye en medio de la masa y de los referentes superestructurales.
Y, sin embargo, mi historia es la Historia para mí, sin ella no hay Historia; es más, las otras historias no son la Historia. MI tiempo es el Tiempo, aunque no exista realmente eso a lo que me aferro y que llamo Tempo.
miércoles, 27 de abril de 2011
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