Hoy me detengo un rato en un concepto abstracto y no sé si muy repetido ni concretado en su expresión lingüística. Como para jugar; o para reflexionar un poco. Se trata de la PERPLEJIDAD.
Dice el criterio etimológico que procede del latín perplexitas, -atis, y que viene a equivaler a irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo (DRAE). Hasta aquí es asunto de primeros latines y de simple bachiller.
Asomarse a su familia significativa, a sus sinónimos, nos presentaría a extrañeza, asombro, sorpresa, vacilación, indecisión, duda, desconcierto, desorientación… Y situar el término en relaciones sintagmáticas nos ofrecería toda una panoplia de resultados en la que nos perderíamos. En todo este cuerpo de similitudes significativas, se pueden rastrear dos elementos fundamentales. El primero es el de cierto estado de afectación producido por algo que nos deja con el ánimo alterado. El segundo se refiere a algún grado de impotencia para actuar, para decidir ante ese estado de ánimo alterado.
Y es a partir de esta precisión cuando podemos intentar indagar algo más acerca de este término que, si bien se mira, tiene una producción más frecuente en ambientes más cultos que en circunstancias más inmediatas y espontáneas.
¿De dónde procede ese hecho que nos deja sobrecogidos, perplejos? Seguramente, lo importante es que sea extraño al desarrollo normal de la vida del individuo que queda perplejo. No sería necesario, por tanto, que el hecho fuera espectacular, bastaría con que fuera extraordinario en el sentido etimológico, ajeno a lo ordinario. Hay una segunda condición obvia pero imprescindible, se trata de que esa posibilidad de perplejidad exista en el tiempo y en el espacio. Quiero decir que el ser humano que queda perplejo solo lo puede ser por su acopio de tiempo libre y por su capacidad intelectual para dejarse sorprender. Hay, por tanto, que tener el terreno abonado para que la semilla pueda fructificar. Y, por muy obvio que parezca, no vivimos en una sociedad que favorezca este tipo de situaciones, pues no andamos más que en el vértigo, en la apariencia y en el dejarnos llevar por lo inmediato. No pidamos, entonces, perplejidad a quien apenas sobrevive siguiendo el impulso de lo que se le da hecho y cocinado, o a quien físicamente no tiene ni espacio ni tiempo para sí mismo pues lo gasta en lo que el ambiente le exige a cada momento; tampoco, por supuesto, al que no ha cultivado su mente lo necesario para poder discernir y comparar antes de decidir.
Pero es la segunda condición la que me parece más definitiva en el concepto en el que hoy he reposado unos momentos. La perplejidad solo se puede producir al final de un proceso, aquel que hace referencia a la constatación de varias posibilidades y a la dificultad de elegir una entre todas. Si no se han dado las condiciones reales para quedarse perplejo, no se puede considerar esta segunda condición. Pero si se dan, es el ser humano, desde sus conocimientos, el que tiene que elegir. Y no se atreve, duda, las aristas le pueden, la complejidad le domina, seguramente sabe que cualquier solución le obligará a la renuncia de partes y le llevará a la defensa de algo en lo que confía pero no del todo.
En ese sentido, la perplejidad sería como una duda positiva a la que se llega desde el conocimiento y desde la falta de creencia en la verdad absoluta. Un perplejo tiene ideas, conoce posibilidades, pero le falta el último empujón que le incita a decir allá vamos.
¿Es la perplejidad, entonces, una debilidad del ánimo? Es muy posible. Pero es una debilidad condicionada y permeable, tolerante y comprensiva, reconocedora de las debilidades propias después del análisis de las posibilidades. ¿Es el perplejo un inactivo? No, es un intelectual y no un fanático, un buscador de la verdad por comparación de posibilidades, un razonador. ¿Tiene peligros la perplejidad continua? Por supuesto, porque el ser humano tiene que tomar decisiones continuamente y tiene que ejercer su libertad de elección. La exageración nos llevaría al inmovilismo y a la inacción. Pero resulta enfermedad más grave el impulso y el fanatismo, la acción por la acción, el movimiento buscando solo el favor propio y elemental, el entregarse en manos de cualquier imagen, costumbre o proceso que nos venga impuesto.
Un perplejo, por ejemplo, tal vez ande contemplando e indagando en las varias posibilidades que ofrece la realidad de la Semana Santa; un fanático seguramente no pueda alcanzar ningún grado de perplejidad por no plantearse siquiera diversas posibilidades. Sirva solo de ejemplo.
Me gustaría encontrarme, pues, en el grupo de los perplejos, por el uso del término, pero sobre todo por la realidad que encierra. Vale.
jueves, 21 de abril de 2011
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1 comentario:
Buenos días, profesor Gutiérrez Turrión:
La lectura de su escrito me ha evocado este poema de D. Miguel de Unamuno, que copio:
La oración del ateo
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Saludos.
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