A última hora de ayer ya oí que se apagaba la vida de Delibes. Esta mañana se hizo certeza la duda y se cerró el tiempo. Ha muerto Miguel Delibes, pasó su rato de asomarse a la vida. Él decía que no merece asomarse a ella más que un rato porque más tiempo no sería aconsejable. Se refería a su propia vida, a la biológica. Pero es que con él mueren un poco también otras vidas, las de sus personajes, las de aquellos seres que se alzaron a la vida desde la nada y que, como sucede siempre, le sobrevivirán.
No deberíamos abusar de la palabra maestro, y menos con mayúsculas: Maestro. Yo creo, sin embargo, que, en este caso, es de justicia su uso. Miguel Delibes ha sido para mí un Maestro en casi todo. Yo tengo que agradecerle fundamentalmente los ratos de emoción que la lectura de sus obras me han hecho pasar. Propenso como soy a venirme abajo con frecuencia, confieso que leyendo las páginas de sus libros me he sentido emocionado muchas, muchísimas veces. Seguramente no se puede beber mejor jugo de un texto que este sentimiento ni se puede dedicar mejor homenaje a un autor.
Desde un punto de vista más técnico y acaso exquisito, tal vez no haya sido el autor que más innovaciones formales haya aportado a la literatura. ¿Y qué? Esto queda solo para los manuales y para justificar unas clases o unas páginas de teoría literaria. Son tantos los valores de su obra, que bien poco me importan a mí ahora esas exquisiteces.
Creo que hay cuatro ejes en torno de los cuales opera casi siempre el autor. Y lo hace con una maestría a la que acceden solo los elegidos. Me parece que son estas:
La naturaleza como paisaje autosuficiente y como fondo espiritualizado y denso en el que se mueven los seres humanos; hacer urdimbre con él, buscar su sitio en él, entenderlo y amarlo u odiarlo es tarea de todas las personas que asoman a sus páginas. De manera que no es solo naturaleza muerta sino con alma misteriosa, y dura no pocas veces. Los que amamos el campo nos sentimos uno más en cuanto abrimos una página de sus libros; y los que somos orgullosamente de pueblo ya podemos casi extasiarnos.
La muerte como fondo, principio y final del que penden las personas y elemento que condiciona todas sus acciones. Desde la apariencia de la amabilidad, siempre hay un último plano trágico en los personajes y en el ambiente.
La niñez, fondo edénico al que vuelve siempre, y etapa en la que ya están en germen todos los demás trayectos vitales. No hay más que ver la cantidad de protagonistas niños en sus obras.
La preocupación por los demás. Hay en las obras de Delibes siempre un fondo ético extraordinario. Creo que ha hecho más por la formación de sus lectores y de la sociedad que un montón de leyes juntas y que no sé cuántas teorías filosóficas y religiosas al uso. Ese fondo humanístico, de compasión y de protesta serena termina por prender hasta en los que desearíamos una expresión más directa y dura.
Si a estas cuatro coordenadas les sumamos un léxico extraordinario por la amplitud, por la precisión significativa y por el rigor formal, nos encontraremos con una obra ingente y maravillosa.
Aún tengo que destacar lo que a mí me sigue pareciendo la nota más emocionante. Con todas las precisiones que queramos anotar, vuelvo a encontrar en este autor esa conexión que tanto me conmueve entre la obra y la vida, entre la prédica y el trigo, entre la persona y el personaje. Al final, la obra es una continuación y un pronombre del autor. Ese humanismo elegante de sus páginas es la traducción de la sencillez de su propia vida, es la permanencia de su propia manera de asomarse este rato a la vida del que hablaba. Nos queda seguir leyendo sus obras, que es como leerlo a él, comprendiendo su mensaje de sencillez y de precisión, e imitarle en lo que cada uno pueda.
Es un Maestro.
“Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias, chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados, encarando el Pezón de Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida, de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: “Será tarde ya, ¿verdad, chaval?” Y el Nini respondía: “Antes de asomar el sol, es tiempo. Es el sol quien abrasa las espigas”. Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de adobes, y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.
Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara al viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:
-¡El viento! ¿Es que no le oís? ¡Es el viento!
Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: “Je, je”. Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:
-¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!
Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente”.
Pasaje de la última parte de Las Ratas. A pesar de ese “quien” que rechina, de antología. Un maestro.
viernes, 12 de marzo de 2010
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