jueves, 4 de marzo de 2010

COMO DIVAGANDO

Hoy no quiero rezar con la razón; si acaso, dejaré mi espacio cotidiano para el rezo con el corazón. Pero sí quiero sermonear un poquito. ¿A quién puedo sermonear? A mí mismo. ¿Por qué? Por reconocerme cada día más lejos de lo normal, de lo normal por frecuente y de lo normal por propio de la norma. Y no digo que esté alejado de ambos perfiles: eso lo doy por hecho; lo que afirmo es que cada día me noto más alejado.

¿Cuántas leyes, como norma, me parecen extrañas? Demasiadas. Sobre todo en su aplicación. Cada día me veo más encima de montones de papeles, de leyes y de reglamentos que piden y dicen no sé cuántas cosas. Si tuviera que tenerlos todos en cuenta, me suicidaría al momento. Todos a la cárcel, rezaba el título de una película. Pues eso, todos a la cárcel, o por exceso de normas, o por incumplimiento de las mismas. ¿Nadie me va a conceder un poco de espacio para mi sentido común, aunque no conozca la literalidad de las normas? Confieso no conocer ni siquiera el código de la circulación. Por supuesto, tampoco los códigos civil y penal, ni las ordenanzas de mi ciudad, ni los reglamentos que ordenan mi trabajo. No conozco nada o casi nada. Y confieso algo más desalentador: no tengo ninguna intención de ponerme al asunto para empezar a conocer toda esta retahíla de artículos. Voy por la vida a tientas, con un apoyo mínimo en mis abstracciones de lecturas y de pensamientos. Hasta ahora me voy sosteniendo, pero con la sospecha de que cualquier día me detienen y me condenan por analfabeto total.

¿Y sobre la norma como costumbre? Aquí sí que me pierdo totalmente y no me encuentro por ningún sitio. Algunas perlas: No conozco casi nada del cine ese que arrasa y que tiene como valor fundamental que ha costado filmarse no sé cuántos millones de dólares de los del imperio. No he comprado, ni pienso comprar, ningún disco de Michael Jackson (¿se escribe así?), ese que renegó de su raza, que abusaba de los niños, que vivía pendiente de los estupefacientes, y que era el rey de no sé cuántas cosas. Ni he gastado nunca un duro en discos de toda la gente que se le pudiera parecer. Siento vergüenza ajena cuando veo la colas que se forman para conseguir una entrada de fútbol y las horas que se gastan para ello. No reacciono demasiado bien cuando sucede lo mismo para un concierto. No entiendo cómo se pueden pasar tantas horas dentro de un bar, bebiendo y dejando pasar el tiempo y tragando humo. No me cabe en la mente que la gente se pase el año ahorrando para pasar unos días lejos de su casa de vacaciones y la mitad de ellos los gaste en el transporte. No sé cómo se puede someter tanta gente a la repetición de hechos (aquí la lista sería muy larga: fiestas, procesiones, usos…) sin echarle de vez en cuando una ojeada por si acaso merece la pena cambiar algo. No consigo explicarme por qué el personal sigue tan plácido al ver que el de al lado, con el mismo esfuerzo o con menos, se pega una vida padre. Me repatea que tantos millones de personas no reclamen una publicidad que no sea para subnormales profundos. Me pone a cien que haya personas que defiendan una moral estrecha para unos casos pero que se abran de todo en cuanto ven a un galán o a una galana en pantalla (Ya llegan los Óscar, por cierto). Soy tan bruto, que no entiendo por qué se nos aconseja consumir y más consumir si al minuto nos proponen clínicas de adelgazamiento o tiendas de reparación. Igual de bruto soy al no entender por qué todo el año andamos de rebajas y al pensar que lo que es una mierda es el sistema económico. Nadie me consigue explicar por qué la gente se esconde en sus amiguitos y apenas se cumple con la educación pública: yo tengo mi explicación pero tal vez no sirva… Y así hasta la náusea. No entiendo, no entiendo, no entiendo.

Por aquí no se va a ningún sitio, coño. Me reconozco inadaptado, antisistema, descolocado, desnortado, perdido. Es lo que tiene esto de ponerse a divagar.

1 comentario:

Jesús Majada dijo...

¿Qué es lo que marca nuestro derrotero? ¿Somos nosotros los que movemos el timón o tal vez sea la vida misma la que dispone el rumbo de cada cual? Estoy convencido de que hay muchos momentos de la vida en que una decisión, por menor que sea, ha conducido a un camino muy diferente del que se hubiera andado si la resolución hubiera sido otra: abandonar unos estudios, elegir otros, rechazar una oferta de trabajo, declinar la invitación de una sonrisa, no subirse a aquel tren… Imposible saber qué destino, qué sucesos, qué peripecias, qué venturas o desventuras hemos perdido o evitado.
Hay también una inercia vital que nos empuja a hacernos cada vez más conservadores, más preocupados por el bienestar que nos rodea, más aburguesados en fin, como decíamos antes; aunque tal vez las cosas estén cambiando, pues cada vez veo a la gente joven más acomodaticia y menos rebelde. No obstante, también se encuentran personas –no muchas- que, en los últimos tramos de su vida, conservan el espíritu agitador e inquieto de sus años mozos. Pienso por ejemplo en Unamuno, siempre contra esto y aquello.
Y pienso en Manuel Sánchez, un amigo anarquista que se me murió el año pasado con 96 años: sufrió persecución, cárcel y exilio durante el franquismo. Para referirse a Ana, su mujer (la única mujer de su vida, con la que nunca se casó y con la que vivió sus últimos setenta años), siempre decía “mi compañera”, nunca "mi mujer" o "mi esposa"; lo hacía como para ni ro¬zar el ámbito de libertad de ella, como para expresar que los dos eran iguales, y que ninguno ejercía ni el menor atisbo de poder ni de propiedad sobre el otro ¡Qué pure¬za de amor libre, de amor libertario el que se profesaban! Era Manuel un hombre jovial; pero siempre que salía el tema, cada vez que salíamos a tomar un café, maldecía y renegaba de la modorra y el cinismo de esta sociedad.
Verdaderamente Unamuno, Manuel Sánchez y algún otro son personas raras. Y tengo para mí que esta singularidad tan suya también algo tiene que ver con sus divagaciones.