Fin de fiesta en la ciudad, en el barrio y en la plaza. Ya era hora. A mi ausencia de todo festejo -o de casi todo- se suma el atolondramiento de coches que se produce en la plaza, la falta de sensibilidad que manifiestan tantas y tantas personas con el asunto del aparcamiento de los automóviles -todo un tratado de urbanidad y de comportamiento se podía desarrollar con el asunto de los aparcamientos: la sociedad y el individuo quedan perfectamente retratados en esta sencilla operación-, la epidemia humana en el centro de la ciudad, el descontrol de horarios, la música adornando las noches y casi las alboradas, la salida del personal en esta ciudad tan poco dada a la participación colectiva, las devociones a esos dos o tres símbolos que unen a tantos vecinos, y, en general, el sentimiento extendido de que en la fiesta casi todo tiene que responder a cánones diferentes de los de diario. Pues todo terminó ayer por la noche. Esta mañana he tenido la oportunidad de ver cómo apenas quedan rastros en sacos terreros que amortiguaron los petardos de los fuegos y que inutilizan aún una parte de la plaza, el desmantelamiento de los escenarios y de las atracciones y la vuelta de cada individuo y de cada automóvil a su espacio físico.
Y, sin embargo, toda la vida tendría que ser una fiesta. Quiero decir que acaso tendríamos que encararla con espíritu de fiesta siempre. No hay otra defensa posible; no de la vida sino de nosotros mismos. Nos va en ello la supervivencia y acaso la dignidad del que se ríe de su propia sombra porque sabe que al menos no molesta destronando a los demás. Pero, claro, este tipo de fiesta no sé si tiene algo que ver con la fiesta en las casetas o con las procesiones de santos y vírgenes en peanas, tronos y dominaciones. O acaso sí, quién sabe. Por cierto, ¿alguien sabe los nombres de las nueve escalas de ángeles? Manda huevos, son más clasistas que los de la Casa de Alba. Y cuanto más arriba, más luz, más alas y menos sexo. Y así dos mil años. Y millones y millones de personas encauzando sus vidas en estos ritos de pan llevar y en estas dosis de apaciguamiento.
Mañana me marcho a realizar exámenes de selectividad, esa prueba pública que sirve -lo he dicho en público varias veces- para tres pequeñas cosas: para que los colegios privados no se pasen demasiado en las notas, para que los trabajadores de la enseñanza pública no se descuiden demasiado y para que a mí me paguen el cheque correspondiente. No es poco, pero tampoco parece la salvación del mundo precisamente. En algún caso servía para ordenar los expedientes y para permitir a un número reducido de alumnos elegir la carrera que quisieran; hoy eso está diluido pues la oferta es siempre superior a la demanda y los de septiembre quedan ya a la cola de todos los de junio. Así que, a por ellos, muchachos, a cumplir otra pantomima más, otra ostentación manifiesta. Todo en la vida es impostación y sobreactuación, pero de eso ya nos ocuparemos otro día.
lunes, 10 de septiembre de 2007
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3 comentarios:
Ya muchos te dieron la bienvenida, saludos desde fotosbrujas.
¿Qué, Antoñito?, ¿a que esto es mejor que lo de 'El Adelanto'?
Chula tu entrada de hoy.
Un abrazote, cuñao.
Antonio esto se avisa hombre... Bienvenido a la blogosfera y mucha suerte. Te enlazo para lo vaya conociendo el personal.
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