Ya hemos situado al hombre en la naturaleza, para diluirse en ella o para dominarla, ya se ha descubierto a sí mismo con unas metas impensables hasta ese momento y con una escala de valores radicalmente distintos a los de la Edad Media. Ahora toca pasar a la acción.
La primera vertiente es la de la naturaleza y la del universo. Giordano Bruno, Leonardo da Vinci, Kepler, Galileo, Bacon y muchos otros nos ofrecen textos y consideraciones abundantes acerca de la infinitud y de los valores del universo, de la naturaleza y del hombre.
Copio un par de textos que sirven de ejemplo:
a)Galileo: La autoridad bíblica no sirve en las cuestiones científicas: “Me parece que en las discusiones de los problemas naturales no se debería comenzar por la autoridad de la Escritura, sino por las experiencias sensibles y por las demostraciones necesarias, porque, procediendo de igual modo el Verbo divino, la Sagrada Escritura y la naturaleza, aquella en cuanto inspirada por el Espíritu Santo, y esta como ejecutoria fidelísima de las órdenes de Dios; y habiendo convenido además que las Escrituras, para acomodarse a las posibilidades de comprensión de la mayoría dicen, aparentemente y si nos atenemos al significado literal de las palabras, muchas cosas distintas de la verdad absoluta; y, por el contrario, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y sin que sobrepase jamás los límites de las leyes que le han sido impuestos, al no preocuparse para nada que sus ocultas razones y los modos de obrar estén o no estén al alcance de la capacidad de los hombres, parece, pues, que aquello de los efectos naturales que o la experiencia sensible nos pone delante de los ojos, o en que concluyen los demostraciones necesarias, no puede de ninguna forma ser puesto en duda, y tampoco condenado, por citas de la Escritura que dijesen aparentemente cosas distintas ya que no todo dicho de la Escritura está ligado a obligaciones tan severas como lo está todo efecto de la naturaleza, ni se nos manifiesta Dios menos excelentemente en tales efectos que en las palabras de las Escrituras”.
b)Bacon: Las artes y las ciencias, fundamento del imperio del hombre sobre las cosas: “…Vale la pena tomar nota de la fuerza, la virtud y las consecuencias de los inventos, especialmente manifiestas en aquellos tres inventos desconocidos de los antiguos y cuyo origen, aunque reciente, es oscuro e ignoto; me refiero a la imprenta, la pólvora y la brújula. Estas tres cosas han cambiado la faz del mundo y las condiciones de la vida humana: la primera en el campo de las letras, la segunda en el ámbito de la guerra y la tercera en la navegación. Ellas han causado innumerables cambios, de forma que ningún imperio, ninguna secta, ninguna estrella parece haber ejercido mayor eficacia y mayor influjo sobre las cosas humanas, del ejercido por estos inventos mecánicos.
Además podemos distinguir tres géneros y casi grados de ambición humana. El primero es el de aquellos que desean ampliar su poder personal en su patria, un género de ambición vulgar y degenerado. El segundo es el de quienes se esfuerzan por ampliar el poder y el dominio de su patria entre el género humano; es un tipo de ambición más digno sin duda, pero menos codicioso. Pero si alguien se esfuerza por restaurar y ampliar el poder y el imperio de todo el género humano sobre el universo, es indudable que esa ambición es más sana y más noble que las anteriores. Sin embargo, el imperio humano sobre el universo reside solamente en las artes y en las ciencias, pues no es posible vencer la naturaleza más que obedeciéndola”.
Se repetirán las represalias y las condenas. Pero el camino ya está desbrozado: Eppur si muove.
lunes, 3 de mayo de 2010
domingo, 2 de mayo de 2010
AMOR POR LA VIDA
Escucho de fondo música ortodoxa. Es un disco que me regaló mi amigo Antonio y que escucho con frecuencia. Le sigo dando vueltas al pensamiento renacentista mientras tanto. ¿Serviría esta música para aquellos ideales. Sí pero menos. Vamos a ver.
Los filósofos del Renacimiento trajeron a sus mentes mucha menos preocupación por la muerte y muchísima más por la vida. Alcanzado el protagonismo y acaparado por ellos mismos, descubierta la presencia del universo y de ellos mismos, bien como dueños o bien como iguales y partícipes de esa naturaleza, todo estaba ya dispuesto para mirarse, para contemplarse, para estudiarse, para descubrirse.
Y apareció la vida mundana y apareció el descubrimiento del propio cuerpo. Aquel ideal medieval de apartamiento y de gozo en la soledad del monasterio con la vida ascética se sustituye por la sabrosidad de las pasiones y del placer. De este modo, toda aquella separación rigurosa entre la carne y el espíritu, tan medieval, aquella dependencia de Dios y de sus designios, aquel abandonarse en el valle de lágrimas, aquella renuncia del mundo, se transforma en búsqueda de goce y de placer del mundo y de la propia persona.
Porque la naturaleza y el ser humano son ora de Dios y, por tanto, obras buenas, dignas de ser conocidas, de ser desarrolladas y de ser gozadas. Por eso se ensalza el amor humano y todo lo que acarrea de descendencia y de sociabilidad. La sociedad depende sobre todo de sus propios miembros y cuidarlos es exigencia de todo ser consciente y sabio. Quizás los pensadores renacentistas fueron los primeros que se preocuparon de la importancia de la demografía.
Pero es que, además, el amor se identificó con la belleza, se entendió como expresión de belleza y esta belleza natural se convirtió en ideal. Por ello ese desarrollo tan importante en todas las artes. Un caso evidente es el de la pintura, en la que las figuras humanas alcanzan el protagonismo que les faltaba y en las que la naturaleza se ensalza y se venera. No es ahora el momento del arte de las figuras religiosas sino sobre todo de las figuras humanas.
Como expresión casi única del ser humano, se manifiesta la forma de aprehender las cosas a través de la palabra. La consecuencia es el desarrollo extraordinario del lenguaje en sus formas clásicas y vernáculas y la multiplicidad de los temas que se tratan, siempre pensando en el hombre como protagonista.
¿Se puede hablar, en estas circunstancias apuntadas, de inexistencia de Dios, de ateísmo en esa época? Definitivamente no. El último principio, el hacedor primero seguía en la cúspide y no había negaciones absolutas. No hubo ateísmo teórico. No está tan claro que no existiera ateísmo práctico, pero podemos inclinarnos a pensar que tampoco. Las condiciones no lo permitían pues el poder eclesiástico seguía siendo extraordinario y su relación con el poder civil también. La naturaleza y el ser humano no eran más que la continuación de Dios, su obra fantástica. Más cerca tal vez del panteísmo que del ateísmo.
Si se relaja y hasta, en alguna medida, desaparece el sentido del pecado, de ese pecado original que tenía lastrados a los medievales y que los hacía pender de un hilo cada día y cada hora, temerosos de Dios y del infierno. El dios negativo, el demonio, se recluye en los infiernos y el renacentista se sumerge en la alegría y en el placer, y, sobre todo, en la curiosidad y en la sorpresa infinitas del descubrimiento del universo y de sí mismo como valores esenciales. Hay incluso muestras de ensalzamiento de Adán y Eva como personajes que, a pesar de sus pecados, fueron la causa de la feliz existencia del género humano.
Y aquel ideal de belleza ensalzado en el Medievo se torna en ensalzamiento de la riqueza y de los valores y comodidades que comporta. Así se expresaba A. Nifo: “La verdadera libertad implica la riqueza. Si, en efecto, la recta razón demuestra que se deben poseer riquezas y nosotros las poseemos según sus dictámenes y no según el impulso de la pasión, podremos disfrutar de la verdadera libertad incluso en medio de ellas. La razón nos indica que no se deben amar por sí mismas, sino como medios para obtener lo que debe ser amado por sí mismo. Puede, pues, un hombre rico tener una vida verdaderamente libre”.
Parece todo un jardín de flores y no fue en realidad todo así. Esta fueron algunas notas de aquellos pensadores más innovadores. A su lado, y con muchísimo poder, se mantenía los que defendían una línea de ideal mucho más espiritualista, dispuesta a hacerle frente y a destruir esas nuevas fuerzas que tímidamente se abrían paso (Savonarola quizás sea el mejor ejemplo). Los ideales de ascetismo, de pobreza, de dependencia espiritual, de anuncio de catástrofes, de amenazas continuas con penas espirituales y eternas se seguían alzando en los púlpitos y en las plazas. Tan poderosas eran que, para poner orden y situar a cada uno en su puesto, promovieron todo aquello que significaron la Reforma, Trento y la Contrarreforma.
De nuevo la Historia se seguía escribiendo con paso vacilante y tembloroso, con pagos abusivos y dejando por el camino demasiadas fuerzas. Hasta el punto de que el Renacimiento, en buena medida, es una época de esplendor pero también de intenso dramatismo. Los personajes principales vivieron al borde del precipicio, con la alucinación de verse dueños de todo y con el peligro de las fuerzas integrista y del propio abismo racional. Era mucho lo que se les echaba encima y además había demasiada gente que no estaba dispuesta a dejar fluir tanto placer.
Sigo con mi música. Me vale como fondo de contemplación del universo, menos como elemento de acción. ¿Cuál es mejor conocimiento, el de la acción o el de la contemplación? Para otro día.
Los filósofos del Renacimiento trajeron a sus mentes mucha menos preocupación por la muerte y muchísima más por la vida. Alcanzado el protagonismo y acaparado por ellos mismos, descubierta la presencia del universo y de ellos mismos, bien como dueños o bien como iguales y partícipes de esa naturaleza, todo estaba ya dispuesto para mirarse, para contemplarse, para estudiarse, para descubrirse.
Y apareció la vida mundana y apareció el descubrimiento del propio cuerpo. Aquel ideal medieval de apartamiento y de gozo en la soledad del monasterio con la vida ascética se sustituye por la sabrosidad de las pasiones y del placer. De este modo, toda aquella separación rigurosa entre la carne y el espíritu, tan medieval, aquella dependencia de Dios y de sus designios, aquel abandonarse en el valle de lágrimas, aquella renuncia del mundo, se transforma en búsqueda de goce y de placer del mundo y de la propia persona.
Porque la naturaleza y el ser humano son ora de Dios y, por tanto, obras buenas, dignas de ser conocidas, de ser desarrolladas y de ser gozadas. Por eso se ensalza el amor humano y todo lo que acarrea de descendencia y de sociabilidad. La sociedad depende sobre todo de sus propios miembros y cuidarlos es exigencia de todo ser consciente y sabio. Quizás los pensadores renacentistas fueron los primeros que se preocuparon de la importancia de la demografía.
Pero es que, además, el amor se identificó con la belleza, se entendió como expresión de belleza y esta belleza natural se convirtió en ideal. Por ello ese desarrollo tan importante en todas las artes. Un caso evidente es el de la pintura, en la que las figuras humanas alcanzan el protagonismo que les faltaba y en las que la naturaleza se ensalza y se venera. No es ahora el momento del arte de las figuras religiosas sino sobre todo de las figuras humanas.
Como expresión casi única del ser humano, se manifiesta la forma de aprehender las cosas a través de la palabra. La consecuencia es el desarrollo extraordinario del lenguaje en sus formas clásicas y vernáculas y la multiplicidad de los temas que se tratan, siempre pensando en el hombre como protagonista.
¿Se puede hablar, en estas circunstancias apuntadas, de inexistencia de Dios, de ateísmo en esa época? Definitivamente no. El último principio, el hacedor primero seguía en la cúspide y no había negaciones absolutas. No hubo ateísmo teórico. No está tan claro que no existiera ateísmo práctico, pero podemos inclinarnos a pensar que tampoco. Las condiciones no lo permitían pues el poder eclesiástico seguía siendo extraordinario y su relación con el poder civil también. La naturaleza y el ser humano no eran más que la continuación de Dios, su obra fantástica. Más cerca tal vez del panteísmo que del ateísmo.
Si se relaja y hasta, en alguna medida, desaparece el sentido del pecado, de ese pecado original que tenía lastrados a los medievales y que los hacía pender de un hilo cada día y cada hora, temerosos de Dios y del infierno. El dios negativo, el demonio, se recluye en los infiernos y el renacentista se sumerge en la alegría y en el placer, y, sobre todo, en la curiosidad y en la sorpresa infinitas del descubrimiento del universo y de sí mismo como valores esenciales. Hay incluso muestras de ensalzamiento de Adán y Eva como personajes que, a pesar de sus pecados, fueron la causa de la feliz existencia del género humano.
Y aquel ideal de belleza ensalzado en el Medievo se torna en ensalzamiento de la riqueza y de los valores y comodidades que comporta. Así se expresaba A. Nifo: “La verdadera libertad implica la riqueza. Si, en efecto, la recta razón demuestra que se deben poseer riquezas y nosotros las poseemos según sus dictámenes y no según el impulso de la pasión, podremos disfrutar de la verdadera libertad incluso en medio de ellas. La razón nos indica que no se deben amar por sí mismas, sino como medios para obtener lo que debe ser amado por sí mismo. Puede, pues, un hombre rico tener una vida verdaderamente libre”.
Parece todo un jardín de flores y no fue en realidad todo así. Esta fueron algunas notas de aquellos pensadores más innovadores. A su lado, y con muchísimo poder, se mantenía los que defendían una línea de ideal mucho más espiritualista, dispuesta a hacerle frente y a destruir esas nuevas fuerzas que tímidamente se abrían paso (Savonarola quizás sea el mejor ejemplo). Los ideales de ascetismo, de pobreza, de dependencia espiritual, de anuncio de catástrofes, de amenazas continuas con penas espirituales y eternas se seguían alzando en los púlpitos y en las plazas. Tan poderosas eran que, para poner orden y situar a cada uno en su puesto, promovieron todo aquello que significaron la Reforma, Trento y la Contrarreforma.
De nuevo la Historia se seguía escribiendo con paso vacilante y tembloroso, con pagos abusivos y dejando por el camino demasiadas fuerzas. Hasta el punto de que el Renacimiento, en buena medida, es una época de esplendor pero también de intenso dramatismo. Los personajes principales vivieron al borde del precipicio, con la alucinación de verse dueños de todo y con el peligro de las fuerzas integrista y del propio abismo racional. Era mucho lo que se les echaba encima y además había demasiada gente que no estaba dispuesta a dejar fluir tanto placer.
Sigo con mi música. Me vale como fondo de contemplación del universo, menos como elemento de acción. ¿Cuál es mejor conocimiento, el de la acción o el de la contemplación? Para otro día.
sábado, 1 de mayo de 2010
¿QUÉ HACÍA YO ALLÍ?
Había abierto bastante la mañana y lo que en las primeras horas era niebla y fresco se convirtió en luz, sol y calor. La Plaza Primero de Mayo aparecía con escasa gente cuando ya se llegaba la hora de salir en manifestación. Poco a poco se fueron acercando más personas. Los limones se habían quedado en la Peña de la Cruz. Ya habrá tiempo otro día. Se repartieron pegatinas y banderas. Alguien me ofreció una y amablemente la rechacé. No soy hombre de banderas ni de pancartas, aunque, si hace falta, pues ahí estamos. Fue Pedro el que enseguida entendió lo que ya conoce. Me puse al pecho una pegatina sindical, más discreta y menos espectacular.
Pasadas las doce, la comitiva se puso en marcha. No sabría decir si con más o con menos asistentes que en otras ocasiones. Un coche comenzó a propagar consignas. Se nota la diferencia cuando el encargado pertenece a CCOO o a UGT. Esta vez las consignas eran repetitivas y siempre con el mantra del No en cada frase. A mí me gustan más las humorísticas o las que incorporan elementos positivos y de ánimo. Creo, con perdón, que las que yo le ofrezco a Pedro otros años tienen algo más de guasa y de recorrido.
De pronto me di cuenta de que no compartía todo lo que se decía en las proclamas. Empecé a pensar que incluso algunas de las cosas que se reclamaban yo ya las tengo conseguidas para mi persona. ¿Qué hacía yo allí en esa manifestación?
Pues hacía lo que ya sabía que iba a hacer: testimoniar con mi presencia que este mundo no está del todo bien hecho, que las desigualdades nos comen por todas las esquinas, que alguna vez al año hay que dejarse ver para recordarlo a todo el mundo, que soy un privilegiado y no me lo puedo permitir en silencio.
No era este año el más propicio para las organizaciones sindicales precisamente. Hay mucha gente que les reclama acciones más drásticas ante la situación laboral por la que atraviesa el país. Otros aprovechan para sacar a pasear todos los trapos sucios que encuentran en ellas. Y los tienen, claro que los tienen.
A mí, sin embargo, me parece que siguen siendo organizaciones imprescindibles para buscar un equilibrio entre las fuerzas productivas, una piedra de toque a la conciencia social, un recuerdo cotidiano para entender que la producción la hacemos entre todos y que la socialización de cualquier esfuerzo es imprescindible.
No conozco favores que personalmente me haya hecho el sindicato en toda mi vida laboral; es más, ni siquiera me manda los recibos para descontarme unos eurillos de la declaración de la renta y se los tengo que pedir cada año y enfadarme con ellos, me molesta lo que entiendo como falta de tensión en muchos de sus liberados, me gustaría que algún día también los sindicatos dieran la razón al empresario frente al trabajador porque hay trabajadores que no tienen un pase, me gustaría que atendieran posibilidades de todos, me gustaría verlos más de clase, es decir, trascendiendo los elementos estrictamente laborales, me gustarían muchas cosas.
Sigo viéndoles, no obstante, más ventajas sociales que inconvenientes. Sin esos vigilantes sociales, las fuerzas económicas se comerían el orden y las aproximaciones entre todos los ciudadanos.
Y pienso, por supuesto, en los sindicatos ideologizados, o sea, los llamados sindicatos de clase; los otros, los corporativos, no son más que otras patronales disfrazadas, con el egoísmo de sus afiliados como único fin. Si ya corren el peligro de no considerar la realidad en conjunto los sindicatos de clase, es mejor no imaginarse siquiera lo que hacen los otros. En el fondo, todos los demás son simplemente sindicatos “arios”, que solo cumplen dos objetivos: el horario y el salario. El de sus afiliados y nada más. Me apena oír que los sindicatos de clase se exceden en sus funciones y que se preocupan de asuntos políticos. ¿Pero qué es lo que quieren los críticos, que no piensen nada más que en sí mismos? A mí me parece que les falta precisamente un grado mucho más intenso de ideología que sustente las acciones que realizan. Naturalmente que ideologizados, ¿pero qué se creían? ¿Cómo los quieren, bobos y egoístas? Acabo de decir que esos son los sindicatos corporativos, o sea, los sindicatos “arios”. A esos hoy no se les ha visto en la calle; para ellos no se juega el partido de los trabajadores en plural, se juega solo el partido que les afecta a ellos personalmente y nada más.
El día siguió con el sol como dueño. La Corredera nos acogió para leer el Manifiesto. Y para cantar la Internacional. Qué atrasados somos, ¿verdad? A mí me sigue emocionando lo que simboliza ese himno. Mayor y trasnochado, ya se sabe. Qué le vamos a hacer.
Pasadas las doce, la comitiva se puso en marcha. No sabría decir si con más o con menos asistentes que en otras ocasiones. Un coche comenzó a propagar consignas. Se nota la diferencia cuando el encargado pertenece a CCOO o a UGT. Esta vez las consignas eran repetitivas y siempre con el mantra del No en cada frase. A mí me gustan más las humorísticas o las que incorporan elementos positivos y de ánimo. Creo, con perdón, que las que yo le ofrezco a Pedro otros años tienen algo más de guasa y de recorrido.
De pronto me di cuenta de que no compartía todo lo que se decía en las proclamas. Empecé a pensar que incluso algunas de las cosas que se reclamaban yo ya las tengo conseguidas para mi persona. ¿Qué hacía yo allí en esa manifestación?
Pues hacía lo que ya sabía que iba a hacer: testimoniar con mi presencia que este mundo no está del todo bien hecho, que las desigualdades nos comen por todas las esquinas, que alguna vez al año hay que dejarse ver para recordarlo a todo el mundo, que soy un privilegiado y no me lo puedo permitir en silencio.
No era este año el más propicio para las organizaciones sindicales precisamente. Hay mucha gente que les reclama acciones más drásticas ante la situación laboral por la que atraviesa el país. Otros aprovechan para sacar a pasear todos los trapos sucios que encuentran en ellas. Y los tienen, claro que los tienen.
A mí, sin embargo, me parece que siguen siendo organizaciones imprescindibles para buscar un equilibrio entre las fuerzas productivas, una piedra de toque a la conciencia social, un recuerdo cotidiano para entender que la producción la hacemos entre todos y que la socialización de cualquier esfuerzo es imprescindible.
No conozco favores que personalmente me haya hecho el sindicato en toda mi vida laboral; es más, ni siquiera me manda los recibos para descontarme unos eurillos de la declaración de la renta y se los tengo que pedir cada año y enfadarme con ellos, me molesta lo que entiendo como falta de tensión en muchos de sus liberados, me gustaría que algún día también los sindicatos dieran la razón al empresario frente al trabajador porque hay trabajadores que no tienen un pase, me gustaría que atendieran posibilidades de todos, me gustaría verlos más de clase, es decir, trascendiendo los elementos estrictamente laborales, me gustarían muchas cosas.
Sigo viéndoles, no obstante, más ventajas sociales que inconvenientes. Sin esos vigilantes sociales, las fuerzas económicas se comerían el orden y las aproximaciones entre todos los ciudadanos.
Y pienso, por supuesto, en los sindicatos ideologizados, o sea, los llamados sindicatos de clase; los otros, los corporativos, no son más que otras patronales disfrazadas, con el egoísmo de sus afiliados como único fin. Si ya corren el peligro de no considerar la realidad en conjunto los sindicatos de clase, es mejor no imaginarse siquiera lo que hacen los otros. En el fondo, todos los demás son simplemente sindicatos “arios”, que solo cumplen dos objetivos: el horario y el salario. El de sus afiliados y nada más. Me apena oír que los sindicatos de clase se exceden en sus funciones y que se preocupan de asuntos políticos. ¿Pero qué es lo que quieren los críticos, que no piensen nada más que en sí mismos? A mí me parece que les falta precisamente un grado mucho más intenso de ideología que sustente las acciones que realizan. Naturalmente que ideologizados, ¿pero qué se creían? ¿Cómo los quieren, bobos y egoístas? Acabo de decir que esos son los sindicatos corporativos, o sea, los sindicatos “arios”. A esos hoy no se les ha visto en la calle; para ellos no se juega el partido de los trabajadores en plural, se juega solo el partido que les afecta a ellos personalmente y nada más.
El día siguió con el sol como dueño. La Corredera nos acogió para leer el Manifiesto. Y para cantar la Internacional. Qué atrasados somos, ¿verdad? A mí me sigue emocionando lo que simboliza ese himno. Mayor y trasnochado, ya se sabe. Qué le vamos a hacer.
viernes, 30 de abril de 2010
HACIA UN CUADRO SOCIAL Y POLÍTICO
Colocado ya el hombre en sí mismo, al mando de la nave, mirando al cielo y al suelo, ansioso y curioso como nunca, desarrolla, hasta donde le permiten los contextos, un esfuerzo por controlar la naturaleza.
Pero el ser humano también se mira a sí mismo y extiende una mirada horizontal. A su misma altura se encuentra con los demás hombres, con esos otros seres que, como él, también están en condiciones de curiosear y de arriesgar hipótesis y explicaciones acerca de sí mismos y del resto de los elementos que los rodean. Es decir, descubre la comunidad social. Y con ella, toda la complejidad de su estructuración, de su convivencia, de sus relaciones, de sus jerarquías, de su escala de valores, de los ritmos de producción, de sus repartos de poder. Es uno de los precios que hay que pagar en nombre de la libertad y de la razón.
La mente vuelve inevitablemente a la Grecia clásica y a sus filósofos al considerar este aspecto. Y es que, aunque habían pasado ya nada menos que dos mil años, los planteamientos se repiten en buena medida. La República de Platón o la Política de Aristóteles tienen mucho que decir. Y lo dicen a los autores modernos.
Sin apearse del valor del ser humano, se dibujan, otra vez, dos visiones diferentes. Una más utópica y otra más a ras de suelo. El Renacimiento abona enseguida el campo para las utopías, la de Tomás Moro, la de Campanella, la de Bacon. En la otra esquina, la visión más aparentemente egoísta, más de finalidad, más mirando al presente, de Maquiavelo.
Los habitantes de La Ciudad del Sol, de Campanella, son ciudadanos del mundo, son autores de sus propias estructuras, ejercen de verdad la democracia, reniegan de la fuerza y apelan al convencimiento, no observan en su horizonte la guerra, reparten el trabajo, no son expansionistas, no admiten esclavitud ni servidumbre, ejercen aquel principio posterior que rezaba de nadie más de lo que puede dar y a nadie menos de lo que necesita: “Como en la Ciudad del Sol las funciones y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos… Es la comunidad la que hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al mismo tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos.”
Maquiavelo ve los toros desde otra barrera: “Porque en general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos cuando la necesidad está lejos, pero cuando se te viene encima vuelven la cara. (…) Debe, no obstante, el príncipe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y el ser odiado (…) Por encima de todas las cosas debe abstenerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio.”
Qué actual resulta este último texto. Sea como sea, el caso es que en ambos ejemplos, el ser humano tiene que torear la fuerza y el sentido de su propio ser. Y lo tiene que hacer en un grupo en el que se suscitan demasiadas variables contrapuestas como para que no surjan conflictos y necesidades de regularlos. Se hará de muchas maneras.
Mañana es Primero de Mayo. No son malos los textos para reflexionar.
Ah, y esta noche son las Mayas, esos cantos de alborada que anuncian el mes de mayo y todo lo que comporta:
Estamos a treinta
del abril cumplido,
mañana entra mayo
de flores vestido.
Pero el ser humano también se mira a sí mismo y extiende una mirada horizontal. A su misma altura se encuentra con los demás hombres, con esos otros seres que, como él, también están en condiciones de curiosear y de arriesgar hipótesis y explicaciones acerca de sí mismos y del resto de los elementos que los rodean. Es decir, descubre la comunidad social. Y con ella, toda la complejidad de su estructuración, de su convivencia, de sus relaciones, de sus jerarquías, de su escala de valores, de los ritmos de producción, de sus repartos de poder. Es uno de los precios que hay que pagar en nombre de la libertad y de la razón.
La mente vuelve inevitablemente a la Grecia clásica y a sus filósofos al considerar este aspecto. Y es que, aunque habían pasado ya nada menos que dos mil años, los planteamientos se repiten en buena medida. La República de Platón o la Política de Aristóteles tienen mucho que decir. Y lo dicen a los autores modernos.
Sin apearse del valor del ser humano, se dibujan, otra vez, dos visiones diferentes. Una más utópica y otra más a ras de suelo. El Renacimiento abona enseguida el campo para las utopías, la de Tomás Moro, la de Campanella, la de Bacon. En la otra esquina, la visión más aparentemente egoísta, más de finalidad, más mirando al presente, de Maquiavelo.
Los habitantes de La Ciudad del Sol, de Campanella, son ciudadanos del mundo, son autores de sus propias estructuras, ejercen de verdad la democracia, reniegan de la fuerza y apelan al convencimiento, no observan en su horizonte la guerra, reparten el trabajo, no son expansionistas, no admiten esclavitud ni servidumbre, ejercen aquel principio posterior que rezaba de nadie más de lo que puede dar y a nadie menos de lo que necesita: “Como en la Ciudad del Sol las funciones y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos… Es la comunidad la que hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al mismo tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos.”
Maquiavelo ve los toros desde otra barrera: “Porque en general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos, volubles, simulan lo que no son, huyen del peligro, están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todo tuyos, te ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos cuando la necesidad está lejos, pero cuando se te viene encima vuelven la cara. (…) Debe, no obstante, el príncipe hacerse temer de manera que si le es imposible ganarse el amor consiga evitar el odio, porque puede combinarse perfectamente el ser temido y el ser odiado (…) Por encima de todas las cosas debe abstenerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio.”
Qué actual resulta este último texto. Sea como sea, el caso es que en ambos ejemplos, el ser humano tiene que torear la fuerza y el sentido de su propio ser. Y lo tiene que hacer en un grupo en el que se suscitan demasiadas variables contrapuestas como para que no surjan conflictos y necesidades de regularlos. Se hará de muchas maneras.
Mañana es Primero de Mayo. No son malos los textos para reflexionar.
Ah, y esta noche son las Mayas, esos cantos de alborada que anuncian el mes de mayo y todo lo que comporta:
Estamos a treinta
del abril cumplido,
mañana entra mayo
de flores vestido.
jueves, 29 de abril de 2010
DOS NIVELES PARA EL HOMBRE
El cambio esencial del Renacimiento consistió -me parece- en que los filósofos empezaron a pasar de interpretar un texto dado, un libro de libros, una verdad revelada, de ilustrar algo que no se comprobaba sino que solo se glosaba, a comenzar toda una aventura apasionante en la que se sabe cómo se comienza pero no cómo se termina pues el fin no está prefijado de antemano y solo es la rectitud del camino la que va alumbrando desde los presupuestos de la razón. De modo que el Renacimiento fue antes que nada aventura, con todas las dudas pero con todas las ilusiones, con todos los temblores pero con todas las esperanzas. Bueno, esto es lo que dice la teoría pues ya se ha dicho cuál fue la situación de Galileo y la de tantos otros, y en qué condiciones se tuvo que pensar y se tuvieron que perfilar actuaciones en lugares como España.
Esta elevación del ser humano, o mejor este desapego de los elementos no captados ni por los sentidos ni por la razón, se concreta de manera diversa y, desde luego, de una manera débil y absolutamente minoritaria. Visto con perspectiva temporal, acaso esto no importa demasiado porque lo importante es que las bases estaban puestas y ya no habría camino de regreso posible a pesar de que, día a día y hasta estos momentos, las fuerzas “iluminadas” se sigan empeñando en ello.
Hay una doble escala en la interpretación de esa razón humana y de ese valor del hombre muy diferenciadas. El Renacimiento fue la época del descubrimiento de la naturaleza y del universo. Frente a estos elementos -ya mensurables y aprehensibles por los sentidos y la razón- el ser humano tiene que situarse. Y lo hace de dos maneras. Una de ellas entiende que la naturaleza presenta valores inmutables y que el ser humano forma parte de ella. De esa manera, tiene que colocarse a su altura y someterse a sus leyes. Por eso hay autores que se sorprenden al pensar que el hombre está atado, como lo está la naturaleza, a la necesidad y al orden de las cosas. Así parece atestiguarlo de nuevo Pomponazzi: “Ese orden estará siempre en los siglos infinitos, hasta la eternidad; no está en nuestro poder sino en el poder del hado (…). Y así como vemos que la tierra, fértil ahora, ha de ser estéril más tarde, y que los grandes y ricos se volverán humildes y míseros, así se determina también el curso de la historia…”Sobre esta visión se cierne un peligro, el de pensar que el ser humano se cae de una alta cumbre soñada para verse a sí mismo en un campo más plano. El consuelo le viene de entender que el hombre se ha convertido en el ser supremo de esa naturaleza, aunque esté sometido a sus leyes. Su capacidad de intelección y la libertad para moverse por el mar de la realidad descubierta le dejan un espacio enorme en el que realizarse y ennoblecerse: la razón teórica y, sobre todo, la razón ética.
La otra solución es más atrevida, aunque no sé si más real o de mayor alcance. Entienden algunos pensadores que la visión de Pomponazzi reduce la fuerza del ser humano y lo sitúa en el nivel de los objetos hasta diluirlo en ellos. Pico della Mirandola representa este pasito más y ve al hombre como su propio escultor, dando primacía a la libertad sobre la necesidad de las leyes de la naturaleza.
De modo que ya tenemos al hombre más cerca de sí mismo. Pero también enfrentado consigo mismo. Ese humanismo igualado a la libertad, superador de la naturaleza, dominador de la misma (Pico) mira de frente a la visión del ser humano visto y vivido a la altura de la naturaleza y de sus elementos. Ambas visiones son muy productivas y acarrean muchas consecuencias. El desarrollo será lento y necesitará de muchos esfuerzos. Veremos algunos.
Esta elevación del ser humano, o mejor este desapego de los elementos no captados ni por los sentidos ni por la razón, se concreta de manera diversa y, desde luego, de una manera débil y absolutamente minoritaria. Visto con perspectiva temporal, acaso esto no importa demasiado porque lo importante es que las bases estaban puestas y ya no habría camino de regreso posible a pesar de que, día a día y hasta estos momentos, las fuerzas “iluminadas” se sigan empeñando en ello.
Hay una doble escala en la interpretación de esa razón humana y de ese valor del hombre muy diferenciadas. El Renacimiento fue la época del descubrimiento de la naturaleza y del universo. Frente a estos elementos -ya mensurables y aprehensibles por los sentidos y la razón- el ser humano tiene que situarse. Y lo hace de dos maneras. Una de ellas entiende que la naturaleza presenta valores inmutables y que el ser humano forma parte de ella. De esa manera, tiene que colocarse a su altura y someterse a sus leyes. Por eso hay autores que se sorprenden al pensar que el hombre está atado, como lo está la naturaleza, a la necesidad y al orden de las cosas. Así parece atestiguarlo de nuevo Pomponazzi: “Ese orden estará siempre en los siglos infinitos, hasta la eternidad; no está en nuestro poder sino en el poder del hado (…). Y así como vemos que la tierra, fértil ahora, ha de ser estéril más tarde, y que los grandes y ricos se volverán humildes y míseros, así se determina también el curso de la historia…”Sobre esta visión se cierne un peligro, el de pensar que el ser humano se cae de una alta cumbre soñada para verse a sí mismo en un campo más plano. El consuelo le viene de entender que el hombre se ha convertido en el ser supremo de esa naturaleza, aunque esté sometido a sus leyes. Su capacidad de intelección y la libertad para moverse por el mar de la realidad descubierta le dejan un espacio enorme en el que realizarse y ennoblecerse: la razón teórica y, sobre todo, la razón ética.
La otra solución es más atrevida, aunque no sé si más real o de mayor alcance. Entienden algunos pensadores que la visión de Pomponazzi reduce la fuerza del ser humano y lo sitúa en el nivel de los objetos hasta diluirlo en ellos. Pico della Mirandola representa este pasito más y ve al hombre como su propio escultor, dando primacía a la libertad sobre la necesidad de las leyes de la naturaleza.
De modo que ya tenemos al hombre más cerca de sí mismo. Pero también enfrentado consigo mismo. Ese humanismo igualado a la libertad, superador de la naturaleza, dominador de la misma (Pico) mira de frente a la visión del ser humano visto y vivido a la altura de la naturaleza y de sus elementos. Ambas visiones son muy productivas y acarrean muchas consecuencias. El desarrollo será lento y necesitará de muchos esfuerzos. Veremos algunos.
martes, 27 de abril de 2010
Y EL HOMBRE SE HIZO HOMBRE
Tal vez lo que realmente sucedió es que el hombre logró alzar la mirada y empezó a darse cuenta de que no solo existían ideas e imposiciones vertidas desde el vértice de una pirámide e interpretadas por unos seres eclesiásticos dogmatizados que conjugaban sus fuerzas con el poder civil.
Y, al alzar la mirada sin tanto miedo, descubrió la presencia de la realidad, de esa realidad tan amplia como concreta, tan ingente como real, que llamamos el universo. Desde ese momento, el ser humano racional se descubrió también a sí mismo formando parte de esa realidad natural y la mirada se extasió tanto al mirar al cielo como al mirar al suelo. Como la realidad externa tenía medidas y razones, también el hombre se encontró capaz de medirse y de aficionarse a sí mismo. El camino para la investigación y para el desarrollo de las ciencias estaba abierto. En la medida en que esas fuerzas y aventuras podían ser investigadas por el ser humano y repercutían en él mismo, se abría paso ese concepto tan amplio y subyugante que llamamos Humanismo. La capacidad humana tenía su base en la capacidad para investigar y para crear, y en eso mismo estaba su propia libertad. El mundo clásico fue esencialmente cosmocéntrico, el medieval teocéntrico y el renacentista antropocéntrico. El hombre medieval, sometido a la voluntad divina y siempre pendiente de las voluntades y deseos ajenos, sin capacidad ni autonomía para equivocarse o para acertar en sus propias aventuras, dio paso a un ser humano optimista, autónomo, curioso, emprendedor, con gran autoestima, con una mirada puesta en el futuro y con gran confianza en sus propias posibilidades, humano y humanista en definitiva.
Así lo refleja Pico della Mirandola: “Por esta razón, Asclepios, el hombre es una gran maravilla, un viviente digno de reverencia y honor. Pues pasa a la naturaleza de un dios como si él mismo fuera un dios. Cultiva la tierra, se mezcla con los elementos mediante la rapidez del pensamiento, con la grandeza de su mente baja a las profundidades del mar. Todo le está permitido: el cielo no le parece demasiado alto, porque lo mide como si estuviera muy cerca de él gracias a la sutileza de su espíritu. La mirada de su espíritu no es ofuscada por ninguna niebla del aire; la tierra nunca es tan densa o compacta como para impedir su trabajo; la inmensidad de las profundidades marinas no turba su vista que se sumerge. Él es a la vez todas las cosas, él está a la vez en todas partes”.
La clave ya está en el ser humano y en su nueva categoría de ser libre y pensante. Por eso una revolución tecnológica fue posible en todos los apartados del saber y todas las ciencias se pusieron en marcha. Pero este hecho ingente solo fue posible porque en la base se había producido la revolución antropológica que dejaba al ser humano en el vértice de la actividad y de las decisiones. Por encima o al lado de la naturaleza son posiciones diversas según los pensadores, pero, en cualquier caso, ya autónomo y con otras tareas apasionantes.
Giordano Bruno lo veía de esta manera: “ Los dioses le han dado al hombre el entendimiento y las manos, y le han hecho semejante a ellos, dándole facultades sobre los otros animales; lo cual consiste no solamente en poder obrar de ordinario según la naturaleza, sino también fuera de las leyes de la misma; y así, formando o pudiendo formar otras naturalezas, otros cursos, otros órdenes con el ingenio, con aquella libertad sin la cual no habría dicha semejanza, vino a erigirse en dios en la tierra. Aquella, por cierto, cuando llegue a ser ociosa, será vana, tal como en vano está el ojo que no ve y la acción por medio de las manos y en la contemplación por medio del entendimiento, de manera que no contemple sin acción, ni obre sin contemplación”.
No está mal. Qué pena que en este país estrecho todo quedara en una minoría exigua y sin capacidad para influir en casi nada. Y, por si fuera poco, Trento vino a segar casi cualquier posibilidad y la corte de Felipe II taponó cualquier salida, incluso la de la formación en otros lugares más alfabetizados. Y así casi siempre. De aquellos polvos vienen estos lodos.
Y, al alzar la mirada sin tanto miedo, descubrió la presencia de la realidad, de esa realidad tan amplia como concreta, tan ingente como real, que llamamos el universo. Desde ese momento, el ser humano racional se descubrió también a sí mismo formando parte de esa realidad natural y la mirada se extasió tanto al mirar al cielo como al mirar al suelo. Como la realidad externa tenía medidas y razones, también el hombre se encontró capaz de medirse y de aficionarse a sí mismo. El camino para la investigación y para el desarrollo de las ciencias estaba abierto. En la medida en que esas fuerzas y aventuras podían ser investigadas por el ser humano y repercutían en él mismo, se abría paso ese concepto tan amplio y subyugante que llamamos Humanismo. La capacidad humana tenía su base en la capacidad para investigar y para crear, y en eso mismo estaba su propia libertad. El mundo clásico fue esencialmente cosmocéntrico, el medieval teocéntrico y el renacentista antropocéntrico. El hombre medieval, sometido a la voluntad divina y siempre pendiente de las voluntades y deseos ajenos, sin capacidad ni autonomía para equivocarse o para acertar en sus propias aventuras, dio paso a un ser humano optimista, autónomo, curioso, emprendedor, con gran autoestima, con una mirada puesta en el futuro y con gran confianza en sus propias posibilidades, humano y humanista en definitiva.
Así lo refleja Pico della Mirandola: “Por esta razón, Asclepios, el hombre es una gran maravilla, un viviente digno de reverencia y honor. Pues pasa a la naturaleza de un dios como si él mismo fuera un dios. Cultiva la tierra, se mezcla con los elementos mediante la rapidez del pensamiento, con la grandeza de su mente baja a las profundidades del mar. Todo le está permitido: el cielo no le parece demasiado alto, porque lo mide como si estuviera muy cerca de él gracias a la sutileza de su espíritu. La mirada de su espíritu no es ofuscada por ninguna niebla del aire; la tierra nunca es tan densa o compacta como para impedir su trabajo; la inmensidad de las profundidades marinas no turba su vista que se sumerge. Él es a la vez todas las cosas, él está a la vez en todas partes”.
La clave ya está en el ser humano y en su nueva categoría de ser libre y pensante. Por eso una revolución tecnológica fue posible en todos los apartados del saber y todas las ciencias se pusieron en marcha. Pero este hecho ingente solo fue posible porque en la base se había producido la revolución antropológica que dejaba al ser humano en el vértice de la actividad y de las decisiones. Por encima o al lado de la naturaleza son posiciones diversas según los pensadores, pero, en cualquier caso, ya autónomo y con otras tareas apasionantes.
Giordano Bruno lo veía de esta manera: “ Los dioses le han dado al hombre el entendimiento y las manos, y le han hecho semejante a ellos, dándole facultades sobre los otros animales; lo cual consiste no solamente en poder obrar de ordinario según la naturaleza, sino también fuera de las leyes de la misma; y así, formando o pudiendo formar otras naturalezas, otros cursos, otros órdenes con el ingenio, con aquella libertad sin la cual no habría dicha semejanza, vino a erigirse en dios en la tierra. Aquella, por cierto, cuando llegue a ser ociosa, será vana, tal como en vano está el ojo que no ve y la acción por medio de las manos y en la contemplación por medio del entendimiento, de manera que no contemple sin acción, ni obre sin contemplación”.
No está mal. Qué pena que en este país estrecho todo quedara en una minoría exigua y sin capacidad para influir en casi nada. Y, por si fuera poco, Trento vino a segar casi cualquier posibilidad y la corte de Felipe II taponó cualquier salida, incluso la de la formación en otros lugares más alfabetizados. Y así casi siempre. De aquellos polvos vienen estos lodos.
POBRE GALILEO
Pero es inevitable que tanta sinrazón cediera ante el empuje de algún sentido común y hasta ante alguna honradez personal. Y así, en el S XV, se extendió, sobre todo en Italia, una corriente de pensamiento en la que la razón volvió a pedir su sitio tenuemente, poquito a poquito.
Las reacciones fueron fulminantes. La alianza de la religión y de los poderes civiles dieron marco a ese instrumento tan tenebroso y criminal como fue la Inquisición. Bastantes países de Europa conocen bien sus funestas actividades. España tal vez un poco mejor. Los conceptos de Dios y de la eternidad siguieron amedrentando a casi todos y esa superestructura sirvió de paraguas para detenciones y juicios escandalosos, siempre desde criterios religiosos y de interpretación siempre interesada.
Copio el texto du un acojono directo y total, nada menos que de Galileo, primeros años del S XVII. Por mi parte tiene toda la comprensión. Ya había hecho mucho más por la humanidad que todos sus imbéciles juzgadores juntos. Y aún la Iglesia se lo pensó hasta hace dos días para pedir disculpas.
Esta es su Retractatio: “Yo, Galileo, hijo del difunto Vin. Galileo de Florencia, de 70 años de edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros Emmos. Y Rvdmos. Cardenales, Inquisidores generales contra la perversidad herética en toda la República Cristiana, teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y con la ayuda de Dios creeré en el porvenir, todo lo que sostiene y predica la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero puesto que por este Santo Oficio, por haber yo, después de haber sido intimado jurídicamente con mandato por este que de todos modos debía abandonar la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía sostener, defender ni enseñar en modo alguno, ni de palabra ni de escrito, la falsa doctrina mencionada, y después de haberme sido notificado que la citada doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, haber escrito y dado a la imprenta un libro en el que trato de la misma doctrina ya condenada y aporto razones de mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado fuertemente sospechoso de herejía, esto es, de haber creído y sostenido que el Sol es el centro del mundo y está inmóvil y que la Tierra no es centro y que se mueve.
Por tanto, queriendo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa fuerte sospecha, justamente concebida a mi propósito, con corazón sincero y no fingida fe, abjuro, maldigo y aborrezco los susodichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía y secta contraria a la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré por escrito o de palabra cosas por las cuales se pueda tener de mí semejante sospecha, y que si conozco a algún herético o a alguno que sea sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al inquisidor u Ordinario del lugar donde me halle.
Juro igualmente y prometo cumplir y observar enteramente todas las penitencias que me han sido o me sean impuestas por este Santo Oficio, y si contravengo a alguna de mis promesas y juramentos, cosa que no quisiera Dios, me someto a todas las penas y castigos de los sagrados cánones y otras constituciones generales y particulares contra semejantes delincuentes impuestas y promulgadas. Así me ayude Dios, y estos sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.
Yo, Galileo Galilei, supraescrito, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado como figura más arriba; y en testimonio de la verdad he escrito la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva, este 22 de junio de 1633.”
Pobrecito mío. No quiero ni imaginármelo.
Y luego vendrá el imbécil de turno argumentando que eso fue hace mucho tiempo y hasta que qué poco valor el de Galileo por no defender su postura hasta la muerte. Que no se atreva porque le suelto una filípica que lo crujo.
Y por si fuera poco, trasladar el asunto a nuestros días, mutatis mutandis, no es difícil, por desgracia. En el fondo, seguimos daño vueltas a los mismos asuntos. Y no son muchos.
Las reacciones fueron fulminantes. La alianza de la religión y de los poderes civiles dieron marco a ese instrumento tan tenebroso y criminal como fue la Inquisición. Bastantes países de Europa conocen bien sus funestas actividades. España tal vez un poco mejor. Los conceptos de Dios y de la eternidad siguieron amedrentando a casi todos y esa superestructura sirvió de paraguas para detenciones y juicios escandalosos, siempre desde criterios religiosos y de interpretación siempre interesada.
Copio el texto du un acojono directo y total, nada menos que de Galileo, primeros años del S XVII. Por mi parte tiene toda la comprensión. Ya había hecho mucho más por la humanidad que todos sus imbéciles juzgadores juntos. Y aún la Iglesia se lo pensó hasta hace dos días para pedir disculpas.
Esta es su Retractatio: “Yo, Galileo, hijo del difunto Vin. Galileo de Florencia, de 70 años de edad, constituido personalmente en juicio y arrodillado ante vosotros Emmos. Y Rvdmos. Cardenales, Inquisidores generales contra la perversidad herética en toda la República Cristiana, teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído, creo ahora y con la ayuda de Dios creeré en el porvenir, todo lo que sostiene y predica la Santa Católica y Apostólica Iglesia. Pero puesto que por este Santo Oficio, por haber yo, después de haber sido intimado jurídicamente con mandato por este que de todos modos debía abandonar la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve, y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía sostener, defender ni enseñar en modo alguno, ni de palabra ni de escrito, la falsa doctrina mencionada, y después de haberme sido notificado que la citada doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, haber escrito y dado a la imprenta un libro en el que trato de la misma doctrina ya condenada y aporto razones de mucha eficacia en favor de ella, sin aportar ninguna solución, he sido juzgado fuertemente sospechoso de herejía, esto es, de haber creído y sostenido que el Sol es el centro del mundo y está inmóvil y que la Tierra no es centro y que se mueve.
Por tanto, queriendo quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa fuerte sospecha, justamente concebida a mi propósito, con corazón sincero y no fingida fe, abjuro, maldigo y aborrezco los susodichos errores y herejías, y en general cualquier otro error, herejía y secta contraria a la Santa Iglesia; y juro que en el futuro no diré nunca más ni afirmaré por escrito o de palabra cosas por las cuales se pueda tener de mí semejante sospecha, y que si conozco a algún herético o a alguno que sea sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio, o al inquisidor u Ordinario del lugar donde me halle.
Juro igualmente y prometo cumplir y observar enteramente todas las penitencias que me han sido o me sean impuestas por este Santo Oficio, y si contravengo a alguna de mis promesas y juramentos, cosa que no quisiera Dios, me someto a todas las penas y castigos de los sagrados cánones y otras constituciones generales y particulares contra semejantes delincuentes impuestas y promulgadas. Así me ayude Dios, y estos sus santos Evangelios, que toco con mis propias manos.
Yo, Galileo Galilei, supraescrito, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado como figura más arriba; y en testimonio de la verdad he escrito la presente cédula de abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva, este 22 de junio de 1633.”
Pobrecito mío. No quiero ni imaginármelo.
Y luego vendrá el imbécil de turno argumentando que eso fue hace mucho tiempo y hasta que qué poco valor el de Galileo por no defender su postura hasta la muerte. Que no se atreva porque le suelto una filípica que lo crujo.
Y por si fuera poco, trasladar el asunto a nuestros días, mutatis mutandis, no es difícil, por desgracia. En el fondo, seguimos daño vueltas a los mismos asuntos. Y no son muchos.
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