lunes, 6 de diciembre de 2010

UN GIGANTE QUE DA MIEDO

Esta superestructura en que se ha convertido el hipercapitalismo se robustece cada día y causa dificultades casi insalvables y alguna que otra satisfacción. Porque se ha transformado en un monstruo que asusta, que da mucho miedo, que engorda sin que nadie le ponga algún remedio, porque no parece que haya forma de hacerle frente, porque abarca todo y a todos, porque el individuo lo mira y echa a correr, o no lo mira y se refugia en él aunque sepa que tiene poco sentido y mucha injusticia incorporada. Si se ha hecho dueño de la producción, de la distribución, de los medios que lo regulan o lo desregulan y hasta ha anulado o configurado de nuevo los conceptos de espacio y tiempo, ¿qué le queda al individuo cuando ve frente a sí, detrás de sí, por delante y por detrás, antes y después, ese inmenso monstruo del mundo del dinero? La primera reacción es la del miedo, por ser suave y dejar algún resquicio a la esperanza.

Pero, aunque sea desde lejos y con muchísima cautela, habrá que echarle el ojo y contemplarlo, por si se puede deducir algo en provecho propio y en beneficio de la colectividad. Por ejemplo vislumbrar cuáles son las patas más gruesas en las que se asienta este mundo dominado por el capital. Por claro y completo, suscribo el esquema que describen Gilles Lypovetsky y Jean Serroy (2010). Son estas: el hipercapitalismo, la hipertecnificación, el hiperconsumo y el hiperindividualismo.

Del análisis de estas cuatro componentes tal vez podríamos extraer una imagen no demasiado distorsionada de lo que vivimos y del genérico en el que se asienta la cultura.

Hay una cadena de acontecimientos que se sustentan y que se explican unos a otros. De ese modo, el movimiento de uno de ellos implica la carrera y la nueva posición del siguiente. Aquí se enumeran algunos pero la explicación da para más reflexión y para más consecuencias. Vamos.

Si se desterritorializa la producción, se modifican todos los elementos de la sociedad primitiva (por ejemplo algo tan doloroso como la desubicación de las sucesivas generaciones, que se disgregan por motivos laborales) y también los elementos que implica el mercado. El apartado siguiente es el paso franco a la especulación. Todos conocemos empresas que cambian de sede por abaratar los costes de producción. De la mano se llevan las concesiones sociales (terrenos, impuestos…) de los que se benefician y que paga toda la comunidad. Naturalmente, esto solo lo pueden hacer las empresas de cierto tamaño, es decir, las que realmente pueden influir algo en el mercado. Los mercados, en esta dinámica, tiene la obligación de “liberalizarse” y en este momento también son los países más pobres los que tienen que ceder ante esa apertura de los mercados pues es bien sabido que, cuando las condiciones aprietan, los países poderosos vuelven enseguida los ojos a los aranceles propios y a las restricciones. No es posible entonces concebir sistemas particulares ni mercados parciales: todo es global y todo está globalizado. Es el momento para que actúe el mercado especulativo financiero con toda su crudeza. Del producto se ha pasado al dinero y de este a los números y a los dividendos. ¿Quién tiene capacidad para conocer realmente lo que sucede en el mundo de la banca y de los movimientos de capitales? Ni los particulares ni los gobiernos. El campo para que los dueños de las acciones se muevan a su gusto y controlen literalmente el mundo está totalmente abonado. Todo ese mundo se torna entonces opaco y escurridizo, el gigante se agranda, crece y crece, y termina por estallar. No soy economista, pero ya he dicho muchas veces que aspiro al sentido común y no creo equivocarme mucho al afirmar que las diversas crisis mundiales tienen su origen en esta opacidad y en esta desregulación. Se afirmaba no hace mucho que el mundo financiero andaba jugando con valores cien veces superiores a los que representaba todo el dinero, que ya por sí mismo no es más que un símbolo. ¿Cómo no van a llegar las burbujas y los estallidos financieros?

Lo peor es que, cada vez que esto se produce, lo que tiene que hacer la comunidad es buscar la fórmula de arreglar el desaguisado para que la bola siga su curso. Los gobiernos se las ven y se las desean para darles gustos a los mandatarios financieros y recortan derechos, suprimen avances y hasta piden perdón a los que han creado todos los desaguisados. El panorama español actual es un ejemplo inmejorable para ser analizado desde esta perspectiva.

Y, si no pueden los gobiernos, ¿qué puede hacer un ciudadano de a pie? Poco más que asustarse. Porque el mundo hipercapitalista, ese monstruo que asusta, no se conforma con nada y cada día pide más. Cuando se encuentra fuerte, y ahora lo está más que nunca, asusta al trabajador y lo explota sin piedad, lo condiciona y lo pone en situación de desconfianza en la empresa y en sí mismo, pues está asustado por si le toca a él personalmente desaparecer de la cadena de producción. El productor ahora cuenta menos que nunca; solo importa el proceso productivo en las mejores condiciones para que la cuenta de resultados y los dividendos resulte positiva. Y esto, ahora por primera vez, afecta no solo al trabajador de a pie sino también a los directivos. De este modo, el hipercapitalismo está creando una sociedad en la que sus integrantes se hallan no solo físicamente desorientados, sino, lo que es peor, psíquicamente descorazonados y sin una meta que perseguir.

¿Adónde mirar, en esa situación, para buscar literalmente consuelo? No resulta nada sencillo, a algo menos en estos tiempos. Hasta hora, existían algunos modelos de vida a los que agarrarse con cierta fuerza. Venían del campo de la religión o de la ideología, o de las organizaciones sindicales, o de la ilusión de ruptura de regímenes antidemocráticos. ¿Qué asideros le quedan al hombre de comienzos del siglo veintiuno? El socialismo teórico anda por los suelos y no se ve la forma de que recupere fuerzas, por más que el análisis, parte por parte, le dé tanta razón. La religión, como suma de conceptos absolutos, aunque sin base racional, tampoco pasa por su mejor momento, y lo que se observa es una suma de actuaciones minúsculas que se enfrentan al capitalismo salvaje pero que ni se unen ni parecen ofrecer más que fuerzas a la contra y no propuestas globalizadoras y positivas. Es el panorama, por muy oscuro que parezca.

Los intelectuales parece que se han recogido en sus horarios y en sus casas adosadas a ver pasar el tiempo y los partidos de izquierda que tienen alguna fuerza en el mundo occidental apenas si se atreven a ponerle una cara más vistosa y menos vergonzosa al mundo hipercapitalista, y poco más.

Los jóvenes, en términos generales, tampoco parecen tener ojos ni esfuerzos para otra cosa que no se ganar dinero y entrar por alguna puerta en el mundo de los triunfadores sociales, que no son precisamente ni los caminos intelectuales ni los de empeño social sino los del dinero y los de la fama lograda de cualquier manera y al amparo del mínimo esfuerzo (cine, deportes, programas televisivos…). Y luego los principales representantes del capitalismo hablan de la necesidad del esfuerzo y del trabajo. Cuánto fariseo.

Es verdad que podemos fijar los ojos en elementos que nos pueden consolar un poco. Un poco y para disimular. Existen los derechos humanos, que se van ampliando y universalizando, existen algunos resquicios en algunos medios que, al menos de vez en cuando y en pequeños tragos, nos traen imágenes y pensamientos que nos remueven y que por un momento nos hacen decir basta, y hasta existen fórmulas de extensión que pueden ser universales aunque partan de una simple habitación. Pero no es bueno engañarse demasiado, sobre todo si no somos conscientes de que nos estamos engañando.

El ogro es tan grande que los gobiernos se asustan y pierden el oremus con tal de complacerlo. ¿Qué puede hacer un ser individual y sin poderes?

Es bueno perderse alguna mañana por el campo. La naturaleza es hermosa y duradera.

MI nieta está conmigo y eso casi me basta. Me queda algún refugio. No molesten, por favor, a quien se aleja huyendo del fantasma.

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