Pasé el fin de semana -10 a 12 de diciembre- a caballo entre Ávila y Madrid. En Ávila con mis hijos y con Sara, cada día más linda y hermosa, cada día más autosuficiente en mecánica y en palabrería, y en Madrid con mi hermana, con Pedro y con mi sobrino Sergio. También vino Juan Pablo desde Salamanca y compartió con nosotros algunas horas; otras las dedicó a sus amigos.
Solemos ir a Madrid cada dos o tres meses, y lo hacemos con un esquema sencillo: el de pasar algunas horas con los hermanos y el de contrastar la pequeña ciudad con la gran urbe. Y esto mismo es lo que hemos vuelto a practicar durante este fin de semana. El ejercicio me parece provechoso pues la oposición es muy fuerte y, para mis gustos, reafirmarme en la idea de que la alabanza de aldea me sigue ganando es algo que me complace.
No me resulta sencillo resumir esta idea porque también constato la inmensa gama de posibilidades sociales, comerciales, culturales y de todo tipo que ofrece la gran ciudad. Negar esa realidad creo que no sería honrado por mi parte. Pero creo que abarco un panorama un poco más sedimentado desde la distancia y desde esta atalaya de la tranquilidad y del apartamiento. Creo que los medios de comunicación con los que cuento me permiten estar en medio del caos pero desde la distancia y desde la conciencia espacial de la libertad y desde el hermoso sonido del silencio. Sé de sobra que, todavía hoy, si no estás de vez en cuando físicamente cerca del núcleo, te puedes perder y te pierdes de hecho en las circunvalaciones y en el silencio de los oscuros planetas que orbitan alrededor del sol. Bueno, qué le vamos a hacer. Es otra posibilidad.
Ya la realidad muestra que casi todo el volumen de población se hacina en las ciudades, y que cada día esta concentración crece geométricamente. No habrá cultura común si no es la ciudadana, la urbanita. Lo sé. A mí solo me rozará ocasionalmente, en estos días aislados en los que la situación me lleva hasta el centro de la gran ciudad y me engulle entre sus calles, y me deja sin ver que el cielo es amplio, y que en otros lugares el horizonte es dueño del cielo de la tarde, y que la nieve suma sus colores al gris de los montes y de las sierras, y que en el amplio espacio del campo todo es más permanente que la inmensa epidemia que puebla las aceras y que invade las calles con los coches, y que la masa gris que se esconde bajo los abrigos anda acaso solitaria y bastante despistada, sin una meta fija y con todo pendiente de una sesión fugaz de tiempo y marcas.
Pero también he dicho que necesito verlo, sentirlo que me roza y que me grita, que me cerca y me mide por tres días, que me mira de frente y que me reta, que me llena la mente de burbujas, la cabeza de imágenes fugaces, la mente de disfraces comerciales, la voluntad de luces, de inmenso griterío, la razón y otras cosas de intensa soledad en medio del barullo y del gran tráfago.
Solo después me quedo con los ecos, con el silencio lento y cadencioso de mi terraza, gris en estos días, para probar de nuevo estas horas de fondo musical, de tibieza en el aire, de desnudez del tiempo entre las ramas, de la sierra otra vez en tono oscuro, de estas palabras pobres que resumen la voz de un breve y simple pensamiento.
Fui de compras, asistí a una sesión muy cómica en teatro, tomé cañas en Rivas, al amparo del frío y en torno de una mesa que ofrecía amistad, paseé por la noche, llena siempre de gente, vi la ciudad en bruma, como enorme fantasma, presencié las hileras eternas y fugaces de los coches, revisé una vez más ese Madrid hermoso de los Austrias, volví otra vez a Atocha y estuve otro ratito con el recuerdo triste de las víctimas del horror, la locura y el loco fanatismo, y recordé de nuevo: “Siempre la claridad viene del cielo” / no confundir el cielo con los dioses, hice un aparte para pasar veloz dentro de un coche y comprobar in situ lo hondo y negro de la vida en la hilera de muerte de La Cañada Real. Y comprobé otra vez, eso seguro, el cariño real de mis hermanos.
Ávila me acogió con mi familia, con el silencio lento de sus calles de siempre, con una historia eterna guardada en las murallas, con mi nieta en mis brazos y jugando a la vida y a las risas, con su sueño tan largo mientras yo la contemplo, con la charla sencilla y sin dobleces, con la intuición de que a veces “el mundo está bien hecho”, con la sensación clara de que aquella es mi gente.
Hoy es lunes de paso y de contraste, de ciudad y de aldea, de silbo que se afirma sin saber bien por qué ni por qué causa, de imágenes recientes, de pensamientos largos. Voy a seguir rumiándolos en un corto paseo por el parque.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
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1 comentario:
Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:
Las ciudades y los lugares todos tienen su encanto, cuando se puede elegir y disponer libremente del tiempo de estancia a pasar en ellos.
Entonces todo es una vacación permanente.
Más aún si le añade la compañía y el encuentro con los seres queridos.
Y si a todo ésto le suma el dinero suficiente, y al final la vuelta a la casa-refugio, pues todo es una maravilla.
En resumen, que en ese momento hay que agradecer el ser tan afortunado.
Saludos.
P.D.: Le pongo un enlace de la primera entrada, en mi recién estrenado blog. El visitarlo solo requiere hacer un clic, en mi nombre.
http://penelopegelu.blogspot.com/2010/12/mi-bautizo-bloguero.html
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