Aceptado el valor creciente de la cultura, la mayor influencia que ejerce en el mundo actual y reconociendo que su posición y su adaptación a las leyes del mercado es casi absoluta, habrá que aceptar que también se incorpora al mundo del hiperconsumo. De tal manera se consume cultura que cualquiera que volviera a nosotros con solo unos decenios de intermedio se quedaría estupefacto. Sin duda a ello ha contribuido la liberación de tiempo para el ocio, a causa de la revolución absoluta de la técnica. Todo lo que quiera ser realmente se tiene que poner a la vista y al olfato de cualquiera; no tiene más que someterse sin reparos a las leyes del hipercapitalismo que lo controla todo y lo ordena a su manera, lo distribuye, lo jerarquiza, decide desde sus leyes la bondad o la maldad de las cosas y sube a la cúspide sencillamente a quien le dé la gana.
Buena parte del tiempo libre -controladores mediante- se organiza en torno de la oferta cultural, que cada día es más extensa y hace depender de ella a mayor número de personas. Ahí se encuadra todo el mundo del turismo, de viajes diversos, de comidas, cines, libros, parques temáticos, marcas…. El mejoramiento de todo tipo de medios de comunicación ha contribuido en gran medida a que esa oferta de cultura esté más al alcance de la mano.
Nadie podría oponerse a que esto sea así. Las consideraciones negativas vendrán una vez más por el grado y por la manera en que todo esto se desnaturaliza y se pone al servicio de las estructuras del gran capital, que son las que realmente cuadriculan y promueven los grandes paquetes de oferta. El dinero se ha concentrado, las voluntades de han reducido en número a la hora de decidir, la participación social real parece solo una figuración y mucho menos una realidad concreta. Pero si hasta el inicio de los períodos estacionales o de vacaciones los marca El Corte Inglés: (Ya es primavera en El Corte Inglés).
Buena parte del esfuerzo del ciudadano de a pie se va en complacer esas necesidades creadas artificialmente por los grandes distribuidores de los productos, sean estos más generales o más específicamente culturales. ¿Cuántas son realmente las compañías de discos potentes en el mundo? No controlo esa realidad, pero puedo jugar -y ganar- a que son solo unas pocas. ¿Qué ocurre en nuestro país con las editoriales? Más de lo mismo. ¿Y con el mundo audiovisual? ¿Y con la distribución de los elementos técnicos necesarios que sirvan de soporte a esa cultura? ¿Y con…? Pues eso.
En tales circunstancias en las que el individuo se ve impotente para hacer frente a los grandes monstruos, ¿qué camino le queda? Ni siquiera si los grandes detentadores del poder asumieran alguna función de mecenas dejaría de acecharnos un grave peligro. ¿Cuál? El de hacer del mundo y sus habitantes un moldeado que responda a sus caprichos y a sus gustos. Es el peligro de la homogeneización. Y el de la rebaja del nivel. No hay que olvidar que el mercado necesita que los consumidores no se desanimen del todo ni pierdan alguna capacidad para comprar los productos; si así no fuera, la máquina dejaría de rodar, y esto sí que no se lo puede permitir ni el mundo del capitalismo salvaje. Parece que es un triste consuelo este de pensar que el edificio no se puede dejar caer del todo. Pero es que por el medio se siguen cayendo, y a pedazos, muchas habitaciones.
Esta necesidad de llegar con los productos a muchos exige inevitablemente que el nivel de lo que se ofrece sea comprensible y fácil de asumir para que, si es posible, entusiasme y se expanda. En ese sentido, el producto cultural, y el modelo del mundo por extensión, andan en el filo de la navaja, simplificando procedimientos y echando al mercado prototipos nada complejos. Ya sé que una élite del arte se funda precisamente en la novedad, a veces en la tontería del esnobismo por el esnobismo, pero esa es una ínfima parte que afecta a un tanto por ciento reducido de la población. Dicho con palabras más directas: ¿estos condicionamientos del mercado sobre el producto cultural empujan a trivializar la creación y terminan haciendo una sociedad más pastueña, más uniforme, más bruta y hasta más infantil? Por lo menos hay ejemplos que inducen a pensar en algo de eso.
Pero (otra vez algún pero) a pesar de las grandes marcas y de sus falsificaciones, a pesar del mundo como aldea global omnipresente, a pesar de todos estos peligros, aún hay vida después del dinero y del capital, después de la uniformización y después de la trivialización. ¿Dónde y cómo?
Echémosle algo de buena voluntad. Existen también muchas muestras de que el ser humano, a pesar de esa lucha desigual en la que está embarcado, se resiste a la uniformidad y da muestras de oponer toda la escasa resistencia que puede para encontrar algo de su identidad. No hay, de momento, peligro excesivo en la disgregación de los conceptos de nación y de los territorios establecidos, a pesar de ejemplos como el de nuestro mismo país. Cada día proliferan más las exquisiteces que se basan en la particularidad en vez de en la universalidad. No hay más que analizar el mundo de la gastronomía, por ejemplo, o el de la moda misma, que se afana en mostrar particularidades propias de cada territorio, o la música que, aunque mezcla cada día más, intenta dar a conocer las peculiaridades propias de cada lugar (ahí está el caso del flamenco), o incluso de la literatura o de la pintura… Cada lugar tiene sus características, que se hunden en los paisajes particulares, en las costumbres, en las relaciones específicas. Ah, y esas identidades particularizantes se buscan, a veces desesperadamente, en las relaciones humanas.
Pero esto aquí y ahora no toca.
Tal vez la prueba que puede resultar más consistente es la de que la propia naturaleza del arte está en la investigación y en la necesidad de encontrar cada día elementos diferentes a los usados en la ocasión anterior, es decir, que la expresión cultural, para ser tal, necesita las variables y la pluralidad, la innovación y no la repetición.
¿Quién ganará esta guerra tan desigual entre la universalidad y la particularidad? Sea cual sea el enfoque que queramos darle, lo que parece seguro es que será el mundo del dinero, con sus leyes y con sus exigencias, el que realmente ganará. La creación cultural será en los próximos años como sea y tendrá uniformidad o variedad, pero estará más que nunca sometida a la voluntad del escaso número de los que deciden en los ámbitos financieros. Ahí andamos
lunes, 13 de diciembre de 2010
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