miércoles, 8 de diciembre de 2010

¿Y SI ME PIDO UNA PIZZA?

A ver si le buscamos algún resquicio a esta nueva vida, a esta nueva moral y a esta nueva organización.

Hasta hace no mucho -ya se ha dicho otro día- las culturas se apoyaban y hasta se hundían en principios sagrados. Estos principios, si no racionales, sí eran consistentes y duraderos pues o bien la sociedad no se planteaba su análisis en profundidad ni su cambio, o bien diversas fuerzas lo impedían.

La modernidad se puede resumir, aunque sea en forma gruesa, en el descubrimiento del individuo y de su valor por encima de cualquier otra consideración o fundamento. Cuando hay divergencia entre razón y fe, será ya la razón la que reivindique su supremacía. Esa es la verdadera modernidad. El ser humano no solo se descubre fundamento sino igual ante las posibilidades: la razón es elemento universal y común. Y, desde ese descubrimiento, también asume las exigencias de ordenar su propia vida con las leyes que crea convenientes. Ahora ya no solo existen las tradiciones, ahora es que se pueden cambiar y hasta negar.

Según esta nueva situación, entran en conflicto toda una serie de realidades que hasta no hace mucho reinaban sin demasiada controversia. Es el caso de las tradiciones, de las influencias religiosas, de las estructuras morales sin cuestionar, de las instituciones inamovibles, de las relaciones familiares, de los partidos políticos…

Todo esto ha quebrado, al menos en su intensidad, en los últimos decenios. Cualquier repaso somero nos lo confirma. Piénsese si no qué sucede con estas dos instituciones: la familiar y la política.

La institución familiar, a pesar de ser la más estimada, ha adquirido una diversidad formal imprevista hace solo unos años. El modelo único hace aguas por todas partes y las cifras lo confirman. A fecha de hoy, y esto se ha producido en muy escasos años, se celebran tantos o más matrimonios civiles que religiosos, se multiplican las familias monoparentales, los divorcios son moneda común, el reparto de funciones entre el hombre y la mujer felizmente casi nada tiene que ver con lo que sucedía hace veinte o treinta años: incorporación de la mujer al mundo del trabajo, educación compartida, decisiones también compartidas, reparto de autoridad, tiempos libres separados… Es tal la suma de diferencias, que solo con esta institución se podría afirmar, sin temor a equivocarnos, que la sociedad ha sufrido una revolución extraordinaria. Y las implicaciones que este cambio profundo conlleva son para ensayo largo por importantes y numerosas. Todas ellas apuntan hacia un individualismo cada vez más evidente.

Algo similar sucede con las adhesiones de tipo político. Las grandes organizaciones políticas y sindicales sufren hoy tal vez uno de sus momentos más preocupantes en cuanto a adhesión, afiliación o simplemente comprensión. Por las razones que sean -algunas ya se han expuesto en otras líneas- todo se conjura para hacer parecer que todas las formaciones sociales son similares y la teoría de la equidistancia tiene legión de seguidores. Desde la caída del muro, y con los resúmenes que se presentan de la experiencia del socialismo real, nada hay consistente que se pueda oponer ni siquiera al capitalismo más salvaje. No sé si los representantes públicos de las distintas formaciones políticas representan tampoco las opciones más sólidas ni si contribuyen muy en positivo a la estima y al enganche en esas estructuras. La abstención aumenta por doquier y, en época de crisis, aún más. Es también fenómeno que merece un desarrollo extenso pero que creo que tiene que partir de las evidencias que aquí solo se enumeran.

Valgan estos dos ejemplos de lo que se extiende en todos los campos de la convivencia social.

¿Qué le sucede al individuo particular en esta situación tan zozobrante? Pues, entre otras muchas cosas, que se desconcierta, que se esconde y se repliega en sí mismo y que se hace mucho más hombre hiperindividualizado. El hiperindividualismo era -es- otra de las características de este mundo del hipercapitalismo. Es el nuevo homo individualis. Pero también es el homo dudans, el homo timorosus… el hombre hallado y, en alguna medida, también perdido en el marasmo y en la falta de asideros convincentes.

¿Cómo se puede combatir esta situación? ¿Qué banderines de enganche sustituyen a estos que se han perdido?

Porque el ser humano, a pesar de los pesares, sigue siendo un animal social, no puede desengancharse de los demás y su vida se concreta en una red de relaciones y termina siendo sus propias circunstancias. Perdidas sus ataduras y sus seguridades de antaño, desinflado en sus referencias religiosas, de clases, de representación pública, desnortado en algún modo en las reglas de la estructura familiar, más solo y solitario que nunca a pesar de tener todo el mundo a su alcance, huérfano de metas comunitarias que le resulten creíbles, lejos de teorías filosóficas, religiosas o políticas que expliquen de manera global el mundo, ¿adónde puede acudir?, ¿qué le puede servir al menos de placebo para engañarse en esa soledad?, ¿en qué se puede diluir para dejar que el tiempo corra de la forma menos mala posible?

Seguramente esté encontrando vías en las redes sociales algo de ese sucedáneo, tal vez los rebrotes de agrupaciones particulares obedezcan a esta situación de individualismo: ONG, grupos de todo tipo, peñas, sociedades deportivas, asociaciones varias, cofradías, sectas, clubes… Pero todo en grupos fragmentados y particulares. Y con el triste contentamiento de que pasar el rato no muy mal es suficiente. El hombre está en todo el mundo y todo el mundo está en cada hombre, pero el ser humano anda solo y temeroso, se ha creado el caldo de cultivo para todo aquello que favorezca el hiperindividualismo.

De él se benefician todos los grupos que auspician, en la teoría o en la práctica, el valor individualizado. Ahí está el éxito casi generalizado de las opciones políticas de derechas, llamadas liberales de derechas, y el alza evidente de las opciones extremistas. Y ahí está el señuelo casi invencible del hedonismo como forma de huir de la soledad y hasta de la angustia, como intento de arreglar tanto desarreglo y tanto grito solitario, tanta soledad y tanto aislamiento invirtiendo en uno mismo y en su regalo. Y no es un hedonismo cualquiera. El ser humano se ha dejado engatusar por el hedonismo que encuentra su espacio y su tiempo, su antes y después, su contexto apropiado, en los mercados y en el consumo. De tal manera que aquello que había desregularizado todo se ofrece ahora para intentar arreglarlo. Quién lo hubiera dicho. Para ello necesita que el ser humano se torne dócil y dispuesto a consumir sin descanso. Será -es ya- el hombre consumidor.

Habrá que pensarlo. Pero hoy no.

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