A finales de 2010, una buena parte de la población mundial pasa hambre y las desigualdades económicas son mayores que nunca en este planeta. Existe un importantísimo volumen de población que se mueve en la subsistencia, en la baja estima, en la desregulación y en los arrabales del bienestar.
Pues hasta estos indigentes sufren el acoso del mercado y del hiperconsumo, y su aspiración es la de acercarse a la velocidad de gastar la energía y los productos que tienen las personas de los llamados primeros mundos. En los momentos en los que notan el aumento de sus posibilidades para consumir con más velocidad, parecen experimentar como un aumento de satisfacción y hasta de felicidad. Acaso no es toda la verdad esa verdad. Veamos.
En el mundo occidental, este en el que nos movemos, la tecnología -ya se dejó dicho- lo llena todo y lo invade todo. Todos aspiramos a ser dueños de elementos que aparentemente hacen más agradable nuestra existencia. Sea. Pero abramos un poco más los ojos. Los últimos adelantos técnicos apuntan más hacia el individuo que a la colectividad, intentan la satisfacción personal antes que la colectiva. De nuevo, el caso paradigmático vuelve a ser internet, con su potencia universalizadora pero también con el aislamiento que produce y el enclaustramiento a que conduce. Algo semejante se podría decir del móvil o de los elementos de reproducción musical o de imágenes.
Este hecho produce algunas consecuencias de importancia capital. De nuevo se puede observar que el tiempo y el espacio se desregulan, en el sentido de que se hacen particulares y de uso individual para cada usuario. En una familia hoy nos podemos encontrar con que un componente se va a dormir a hora temprana mientras que otro dedica varias horas de la noche a cualquier afición personal. La repetición de estos usos personalizados del tiempo y del espacio termina modelando unas costumbres y hasta una moral y una ética personalizadas e individualizadas, y, por acumulación, también social. Solo este fenómeno sería suficiente como para intentar conocer y regular, hasta donde se pudiera, este asunto del hipercapitalismo y del hiperconsumismo.
Y es que el mundo del comercio se ha vuelto ubicuo y omnipresente; sus poderes son tan amplios, que nos acosa por todas las esquinas y en todo momento. Se produce tanto y existe tal necesidad de mover el mercado para seguir produciendo y que la cadena ruede, que nos encontramos con una superoferta imposible de digerir en condiciones de normalidad y en un ambiente en el que el consumo fuera tan solo un elemento más de la vida del ser humano.
Pero nada de esto es así. El comercio busca la cuadratura del círculo. Y no la va a encontrar nunca. Se tiene tal capacidad de producción que, por más que la publicidad acose, cada vez hay más oferta, más productos almacenados, más situaciones especiales del comercio (rebajas, mercadillos, necesidades de eliminar producción…) y más lugares en los que la situación física y anímica es ideal para que el intercambio comercial se produzca: horarios ininterrumpidos, fiestas cada vez más comercializadas, calendarios pensados solo para el consumo, compras por internet, grandes almacenes en los que existe de todo y que invitan a pasar una jornada en ellos, publicidad absolutamente agresiva, idealización de los productos y del mundo que dicen representar… Parece sencillamente imposible sustraerse a los encantos de esta superestructura universal en tiempo y espacio. Pero pasear por las calles de casi cualquier pequeña ciudad y ver los pequeños comercios es tanto como echarse a temblar y a compadecer a las personas que, casi literalmente, gastan inútilmente el tiempo allí solos ante la falta de clientes, con el consiguiente malestar y enfado personal, y con el también consiguiente despilfarro social de energías para casi nada.
Y, por si fuera poco, ese estado de omnipresencia del comercio ha impregnado a todos los productos, no solo a los tradicionalmente comerciales. También el arte, la cultura, la política o la religión se hallan supeditados a las estructuras comerciales y a sus esquemas de venta, de manera que la superestructura es el comercio, no el producto. A estos esquemas obedecen los telepredicadores, las páginas web de los conventos, las subastas de arte, las promociones y los premios literarios, los gastos en promoción de las películas que, vergonzosamente, son mayores que los utilizados en la creación de la obra artística, y muchas de las actuaciones políticas (el caso de las últimas elecciones catalanas y sus vídeos lo ilustra perfectamente).
Esta hiperinfluencia (uso conscientemente muchas veces los hiper-) se apodera sin remedio de las posibilidades del ser humano y lo convierte en un ser cautivo e indefenso ante el poderío del mundo del dinero y del consumo, en un ser hiperconsumidor hasta terminar modificando sus conductas y sus comportamientos.
Naturalmente, cada individuo tiene sus defensas según su formación, su cultura, sus costumbres o su capacidad reflexiva, pero el ambiente genérico es sencillamente apabullante y de muy difícil digestión. No parece demasiado exagerado, entonces, hablar hoy del homo consumidor pues poco se escapa a esta influencia. Hasta el punto de que se han desarrollado nuevas enfermedades directamente relacionadas con el consumo exagerado: la patología del consumidor compulsivo, las bulimias como respuestas a los modelos físicos impuestos por las modas y el mundo del consumo y del comercio, las dietas exageradas que producen tantos desequilibrios…
Porque es tal vez en esta variable de los modelos estéticos en la que se ve mejor la influencia de los consumos alimenticios y de sus tipos. Hasta hace tres días en el tiempo, el modelo de belleza tenía que ver con el cuerpo poco esquelético, con el color blanco y con la tez sonrosada; las mujeres se tapaban la cara y las manos en sus trabajos del campo para mantener su color blanquecino. Hoy todo se somete al imperio de un cuerpo escaso de carnes y al color moreno. El comercio se ha preocupado de crear toda una industria de cosméticos, vacaciones, gimnasios, y tejidos que simulan contribuir a conseguir tal fin. Y parece que con todo el éxito, según la legión de seguidores que tiene y la docilidad que muestran con tal de apuntarse al modelo.
Aplíquese el análisis a cualquiera otra variable y extráiganse consecuencias razonables y razonadas.
De manera que podríamos simplificar una cadena con estos componentes: Superproduccion, superoferta, superpublicidad, omnipresencia del mundo comercial, consumidor que se vuelve inerme y compulsivo. Pero también -y tal vez esto vuelva a ser lo más importante- consumidor desorientado y manipulado en unos niveles absolutamente escandalosos.
Sirva todo ello con tal de alcanzar algún grado superior de felicidad en el ser humano. Pero, ¿se cumplirá ese objetivo de ser un poco más felices con el mundo del consumidor compulsivo? Todo parece indicar, desgraciadamente, que no.
Hay evidencias en contra y hasta hallazgos de equipos multidisciplinares que investigan durante toda su vida y que han descubierto la existencia de momentos de felicidad un poco más baratos y bastante menos caros. Un equipo de la universidad de Harvard acaba de publicar el hallazgo de un grupo de amigos que, paseando por el campo y disfrutando de la naturaleza, parecían encontrarse un poco menos tristes e infelices. Me parece que estos investigadores están propuestos para el premio Nóbel.
Tal vez lo consigan: el hallazgo lo merece. Yo mismo me he sentido muy contento con mi nieta estos días en casa jugando y riéndome. Juro que me ha salido muy barato. Lo malo es que se ha ido y ahora estoy un poquito más triste. Cachis.
jueves, 9 de diciembre de 2010
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