Escucho en mis altavoces “Vespro della Beata Vergine”, Claudio Monteverdi. Me pongo un poco melosín y, vete a saber por qué -seguramente sí lo sé-, me instalo en el recuerdo. Es casi Navidad. Me envuelvo en la bruma sabrosa de la música, de esas voces lanzadas, como gritos de satisfacción, al viento y de esas notas de contento y de anuncio que terminan tantas veces con el grito de gloria “Aleluya, Aleluya”.
Luego vienen los suaves de la narración para volverse pronto en nuevos gritos de triunfo. Hay respuestas de voces femeninas que parecen agradecidas, serenas y armoniosas. Son respuestas de aceptación, de agradecimiento, de diálogo fluido con las otras voces varoniles que anuncian lo que anuncian. Ni un sonido estridente, ni una nota de desagrado. El diálogo sigue hasta que termina en suave armonía. Vuelve otra vez el coro a elevarse a lo etéreo, a dialogar con nadie, solo con sus cantores, con el cielo y los aires, con lo sagrado y alto. No hay silencio de música y las notas solamente acompañan la melodía de las diversas voces. Esto sí que es diálogo y monólogo. Por momentos hay aire de baile y de corro feliz, pero todo acompasado y sin estridencias. Sigue el diálogo fragmentado en frases cortas. Todo es alabanza, todo es alegría…
En este ambiente sigo con mis líneas. Es fiesta de solsticio, ya se sabe. O se debería saber. O al menos anunciarse, que de anuncios se trata. Es orto de la luz y la esperanza, es nacimiento, en suma, de la vida.
Esta cultura cristiana, que basa sus doctrinas en algo tan difuso como un jefe sin una presencia histórica segura, que se apodera de las fiestas del ciclo natural para imponer las suyas, que fija esa luz en clave masculina, debería afirmar más la clave de esa Vergine, de esa madre de luz y de misterio, de ese camino extraño y necesario, de ese recipiente oscuro y sagrado que contiene la vida mientras se va gestando y tomando forma humana.
No estoy muy seguro de que esta religión cristiana le dé la suficiente importancia, salvo en los niveles de expresión y costumbres populares -y de esto poca cosa hasta el S XIII-, a esa figura femenina y, por extensión, a todas las figuras portadoras excelsas de lo que será vida.
Es el ser que se sujeta a todos los mandatos que la vida le impone, que dice sin aristas ese fiat a que obligan las leyes de la naturaleza, que durante tantos meses mima lo que no ve con los ojos externos, que se priva de todo pensando en el inerme nasciturus, que se somete a todos los caprichos que la vida le manda, que pare con dolor pero recoge el fruto entre sus brazos con signos de alegría y de cariño, que amamanta feliz desde su cuerpo al nacido, que forma una pareja sin remedio por más que cada día el nuevo ser ponga distancia y hasta termine perdiéndose en cualquier templo de los que van saliendo por ahí, que siempre está de guardia por si hay heridas que curar, que nunca desfallece, que ve bien cualquier cosa y convierte la pasiva en activa, o al revés, siempre con buena cara, que vive, pasa y muere sin ruidos ni estridencias, que ordena hacia el cariño nuestras vidas, que se pierde sin nombre en el olvido…
Esta es la madre buena, este es el vientre fértil, esta es la voz fecunda, este es el fiel testigo de la vida.
Tampoco estoy seguro de que esta sociedad le haya otorgado demasiadas medallas. Ya se sabe, no son unidades económicas contables como madres, solo estorbos y faltas al trabajo, pérdidas en las cuentas y escasos beneficios, reproductoras fieles de manos que valdrán para el trabajo en otros tiempos, y en tantísimos casos descanso del guerrero.
Si muriera o muriese cualquier soldado raso en acto de servicio -no hay medida si es oficial o jefe-, se erigirán excelsos monumentos, se celebrarán ritos, se guardará memoria.
Las madres dan la vida mientras mueren y dejan sus cuerpos anchos y un poco ajados mientras se va su tiempo en tiempo de sus hijos. Estas sí que merecen todas un monumento de eterna permanencia, de recuerdo fecundo, y un medallero inmenso.
Es tiempo de la luz. Es tiempo de las madres. Es tiempo de la vida. Es tiempo de dar gracias. Es tiempo de cantar Aleluya, Aleluya. Que viva su recuerdo.
viernes, 24 de diciembre de 2010
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3 comentarios:
Jo Antonio,si este final de año lo estas acabando con esta fuerza y lucidez en las palabras, qué nos ofreceras para el próximo, has puesto el listón muy alto y no esperamos menos de tí.
(¡ah! ¿puedo tomar prestado tu poema para colgarlo en mi blog el día de fin de año?...¿puedo?
Claro que puedes. Un abrazo.
Buenas noches, profesor Gutiérrez Turrión:
Precioso homenaje a las madres.
Pienso lo mismo que mojadopapel.
Pongo un enlace,
Magnificat-Vespro della Beata Vergine-(C.Monteverdi )
Saludos.
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