La convivencia se me ofrece imprescindible y a la vez casi odiosa. No entiendo -ya lo he dicho muchas veces- ni siquiera la definición del ser humano sin la existencia compartida, sin pregonar la vida a coro, sin repartir el aire que circula, sin ordenar las horas en total comandita, sin calcular pensando que hay muchos a mi lado, sin molestar el paso de todos los demás, sin asomarse al tiempo y ponerle fechas juntos… Y a la vez sin plantarse una careta para poder refugiarse en uno mismo, sin aislarse del ruido y de ese inmenso caos que puebla cualquier parte, sin exigir un sitio donde caerse muerto con algo de sosiego, sin saborear los aromas de la hermosa soledad…
En esa convivencia inevitable, odiosa y a la vez enternecida, tratamos de reducirlo todo a algunas coordenadas que no nos ahoguen en los métodos y que nos dejen correr sin más conciencia por la vida. Por eso nos ahogan las leyes cuando son muchas, por eso iríamos todos a la cárcel si la legislación se aplicara en toda su extensión, por eso los poderosos se sitúan en la desigualdad con su legión de abogados que les buscan las vueltas a las leyes para que siempre les favorezcan -todo dentro del precepto y del articulado, por favor, y sacando pecho de cumplidores y sociales-, por eso circulamos al borde del rechazo y de la anomia, por eso hay que invocar tanto y tantas veces el valor de la buena voluntad para solucionar conflictos…
Esa reducción corre el peligro de fosilizar leyes y costumbres que, en el vértigo de la vida, se dan por buenas y se convierten casi en axiomas que nadie discute. Sería apasionante conocer el camino de influencias que ha recorrido cada una de esas afirmaciones y cómo ha llegado a cristalizar en un diamante bruto de difícil modificación. Hoy no me paro en eso, pero lo intuyo apasionante. El caso es que, por el camino que sea, hay principios que no se discuten y que se dan por hechos, se invocan en cualquier momento y sirven lo mismo para un roto que para un descosido.
Anotaré alguna consideración acerca de uno, tan de moda en estos tiempos de crisis, pero de uso casi universal en tiempo y en espacio. Enseguida lo puede reconocer cualquiera por frecuente. Se formula, más o menos, de esta manera: “Los únicos que crean riqueza y puestos de trabajo son los empresarios privados.” Del tópico inmediatamente se deduce la prioridad que ha de darse a todo tipo de ayuda y subvención a la iniciativa privada y la retirada de todo miramiento a la iniciativa pública. Es lo que se busca con ello, claro. En este tópico andamos instalados y a nadie se le ocurre levantar la cabeza y al menos poner cara de extrañeza.
A mí la realidad de mis sentidos, esa suma de cositas que trato de llevar al cauce del sentido común, me dicta lo contrario. Será que ando muy torpe y se me van los años en alzheimer; qué le vamos a hacer. Pero veamos. Hecho la vista a la calle y veo que a mí me ha dado trabajo el Estado, es decir lo público, es decir, los impuestos de todos los ciudadanos. Miro un poco más lejos y veo en mi familia muchos casos de obreros del Estado, en mis mismas condiciones. Me aventuro y me pongo las gafas de lejos y no veo otra cosa: muchos de mis amigos o conocidos han dependido o dependen de la organización social llamada Estado. Y sigo en la mirada y me salen organizaciones de todo tipo en las que trabajan personas que dependen en sus nóminas del Estado, o sea, de la empresa pública. Me adentro en la teoría y ya me caigo al suelo pues contemplo el vocerío de tantos que claman por adelgazar el peso del Estado. ¿Será porque lo tiene?, me pregunto. ¿Por qué mienten, entonces, de manera tan brusca? Pienso en algo tan antiguo -eso dicen ellos- como la plusvalía y me encuentro con que quien la genera es siempre el obrero. Salgo un momento al parque y veo los paseos llenos de gente mayor que depende de pensiones que paga papá Estado.
Y sigo con la eterna melopea y me sale algo absolutamente diferente a lo que todo el mundo da por hecho. ¿Cómo que solo crea trabajo la iniciativa privada? ¿Y todas las empresas públicas? ¿Y las obras públicas que nadie las haría de otro modo? Me río cuando oigo que un Presidente ha bajado o subido las pensiones, por ejemplo. Si así fuera, si todo fuera tan burdo y simple, yo estaría eternamente agradecido a los presidentes que me han mandado nómina con la que llegar a fin de mes desde hace varias décadas, y todos los jubilados, por ejemplo, deberían andar erigiendo altares al mandatario de turno. ¿Por qué hay que ser tan zafios, tan burdos, tan analfabetos, tan egoístas, tan torpes, tan groseros, tan palurdos, tan vulgares, tan ineducados y tan incultos? ¿Por qué no razonar con algo de cordura y de verdad? ¿Por qué no argumentar si el Estado tiene que asumir tal o cual tarea y en qué condiciones? ¿Por qué no analizar de qué manera se teje una sociedad más solidaria y más justa? ¿Por qué dejarse llevar sin más por algo que no resiste apenas un análisis sencillo y una mirada seria? ¿Qué solo crea trabajo la empresa privada? Por favor, no insulten ni proclamen el reinado del analfabetismo. Y perdón por el tono de estas palabras. Y si a alguno le diera por venir argumentando con eso de los puestos de trabajo productivo, que empiece por eliminar a todos los directivos y compañías que no se dedican a cultivar tomates ni cebollas sino a especular y a mover los mercados a su antojo y en su beneficio. ¿Qué trabajo productivo realiza un banco si no es el de traficar con el sudor de los impositores? ¿Alguien puede negar que no es al menos tan productiva la enseñanza o la sanidad, aunque no produzca tomates directamente?
Si la inercia de la vida nos obliga a reducir esquemas, que no nos apabullen al menos y que de vez en cuando podamos plantearnos cualquier base y fundamento en los que cimentamos nuestros días. Por si pudiéramos darle un sedimento un poquito más sólido a este camino incierto.
viernes, 26 de noviembre de 2010
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