jueves, 4 de noviembre de 2010

...CON ESE BUEN AMIGO...

¿Por qué no se había mirado antes? Quiero decir que por qué no se había encarado de verdad, físicamente, en el mismo nivel, sin distancias intermedias.

Hasta entonces, siempre se había colocado en una esquina del ascensor y había visto una figura inmóvil al otro lado del espejo, imitadora siempre de sus mismos gestos pero como si se tratara de una reserva para malos ratos, para esos momentos en los que uno no está para nada ni para nadie. Otras veces había disimulado la figura entre otras varias que le acompañaban en la subida o en el descenso vertical cuando volvía o salía de su casa. Entonces las figuras se mezclaban y también hablaban del tiempo y de las ganas de comer, en un apetito inventado o real que configuraba el plato del día en aquel espacio tan reducido.

Los trayectos cortos seguramente no daban para más. Era cerrar la puerta y aparecer la figura en el fondo del espejo, como una sombra inseparable, como un celoso guardaespaldas que nunca las guardaba porque siempre miraba de frente y como encarado, como diciendo aquí estoy yo y no te librarás de mí, como en un insistente alguien ha matado a alguien y no quiero señalar. Pero apenas daba tiempo a pensar en la figura, a recrearse en los detalles, a medir sus magnitudes o a dedicarle unas palabras de cortesía. Cualquier pensamiento hacía que su presencia pasara desapercibida y difuminada por su monotonía.

Aquel día fue distinto. Y todo por culpa del azar. Del azar y de la falta de corriente. Mira tú por dónde tuvo que ser precisamente aquel el momento en el que la compañía desenganchara la corriente de la zona para cumplir algún arreglo de la red.
Tal vez ni hubieran dado aviso pues su fortaleza no obliga a tales servidumbres. El caso es que entre el segundo y el tercero se paró el ascensor y se quedó como muerto y sin movimiento.

Menos mal que llegaba hasta el habitáculo la luz por una rendija que dejaba libre la puerta del tercero, de tal manera que no se echaba en falta la claridad habitual.

Viajaba solo y lo primero que pensó fue llamar al timbre para que cualquier vecino advirtiera que tenía que auxiliarle. Pero rápidamente se dio cuenta de que era inútil el intento pues, aunque lo oyeran, la falta de corriente impedía la ayuda.

Al fin y al cabo, reaccionó, pronto volverá la luz y el aparato volverá a elevarse y a llevarme hasta el cuarto piso. Entonces respiró hondo y encendió un cigarro. No fumaba casi nunca, pero le pareció que no sería una mala forma de matar el tiempo. Las primeras caladas las dio con verdadero placer y hasta con fruición, pero enseguida sintió la necesidad de apagar el cigarro por la densidad del humo. Esto de los espacios cerrados y pequeños complica demasiado todo.

Cerró los ojos y se sintió bien. Los volvió a abrir y se sintió mejor.

De pronto, miró de frente y se paró a contemplar la figura que le devolvía el espejo. Su propia figura invertida, su mismo yo físico, su doble eterno y absoluto.
Dio un paso dudoso y se acercó al cristal con mucha lentitud. No se sintió seguro y reculó instintivamente. Lo volvió a intentar con más pausa y hasta con más precaución. Era él mismo, allí, tan cerca, tan a su lado, tan en encarnadura, tan en la misma realidad.

Se miró de arriba abajo y se empezó a contemplar con parsimonia. Primero la cabeza, su misma cabeza, con su escaso pelo y sus ojos cansados y oscurecidos, su apariencia madura y sus pómulos bien marcados. Y aproximó su cara hasta casi rozarse. Y se vio en todos sus detalles, con el color exacto de sus ojos, con las dimensiones reales de sus cejas, con los poros abiertos de su piel dando cara a la vida, con la alineación diversa de sus dientes y la encarnadura esponjosa de su lengua… Con todos los detalles en los que tan poco se había fijado.

Es verdad que sintió miedo y dio un brusco paso atrás como buscando distancia y alejamiento, como si hubiera descubierto un ser que le causaba algo más que respeto.
Volvió a encarar las distancias cortas y a medirse con la figura paralela que nunca se le venía abajo y que siempre estaba dispuesta a repetir la misma disposición física y anímica que él mismo.

Poco a poco fue cogiendo confianza y deteniendo con más firmeza la mirada en las partes del cuerpo de aquel otro yo de más allá del espejo. Y con él comenzó un diálogo impreciso que se alargó en el tiempo hasta que algún vecino reclamó el ascensor para bajar a la calle.

Cuando el aparato comenzó su movimiento, recuperó en alguna medida la conciencia de su dualidad y de su soledad absoluta en aquel espacio tan estrecho y solitario. Abrió la puerta y miró hacia atrás. Un gesto de complicidad despidió al hombre del espejo.

Tal vez tenga un lugar escondido donde sigue aguardando que vuelva cada día y le haga el mismo caso, y comparta con él al menos el momento que tarda el ascensor en subir o en bajar hasta la calle.

Ahora abre con más energía la puerta de la calle y llama al ascensor con algo de impaciencia.

No hay comentarios: