Resulta casi imposible sustraerse al impulso de escribir algunas palabras acerca del trigésimo aniversario del 23F. Los medios de comunicación lo pueden todo y nos empujan hacia donde quieren.
Es fecha esta redonda para volver la vista atrás y, sobre todo, para empujar hacia adelante a todos aquellos que, por biología o por olvido, puedan dejarse en demasía y no aprender lo que significó y sigue significando aquel hecho.
Tengo la impresión de haber escrito en otras ocasiones acerca de este bodrio. Mis opiniones no han cambiado y no tengo tampoco demasiado interés en hacer mención de gente tan imbécil. Tampoco me apetece que de nuevo se escriba la Historia con trazos muy torcidos, y creo que se está haciendo así. Me parece que lo que realmente fue el intento de golpe fue trama de poca gente. Otro asunto es el análisis del contexto en el que se produjo y de los preparativos en los que uno ve manos y sospechas por todas partes y en los mismos sectores de siempre.
Hoy veía la reunión de los diputados de entonces en el Congreso y el reportaje los exaltaba como si hubieran sido héroes. Pobrecillos; salvo unos pocos, todos hicieron lo que las pistolas y el miedo les iban dictando, nada más que eso, y no fue poco. Si fueron héroes, lo fueron por obligación, y, de esa manera, conozco yo a pocos que merezcan el calificativo de héroes. Es verdad que ellos representaban la soberanía popular y que, con ellos, se secuestraba a todo el pueblo y sus libertades, pero poquita cosa que contar en el nivel particular, salvo honrosísimos casos.
Muy importante me sigue pareciendo la función que desempeñaron (cualquier imbécil diría aquí el papel que jugaron) algunos medios de comunicación -he dicho algunos-, e incluso concretaría más, algunos aparatos de comunicación.
Honra y honor casi sin límites a la Junta de Secretarios de Estado y de Subsecretarios que estuvieron al pie del cañón.
No me gustan las celebraciones desde la ampulosidad ni desde la apariencia de que casi cada uno salvó la democracia. Es ese juego tan generalizado según el cual casi cada uno de nosotros, ante una acción del pasado, se considera protagonista casi único.
Por mi parte, conservo el recuerdo de la incertidumbre, de cierto miedo, de la conciencia de la imposibilidad para hacer nada, de la espera tensa y de la distensión en el momento en el que el Rey pronunció aquel breve discurso. La noche, desde aquel momento, fue larga pero menos tensa.
¿Qué podía hacer una persona normal en un sitio escondido como el de esta ciudad estrecha? Sencillamente nada, o casi nada.
Y, por encima de todo, la certeza temprana, casi inmediata de la imbecilidad que dominaba a los asaltantes. Siniestros, crueles, payasos, analfabetos, groseros, cobardes. ¿Qué se podía esperar de semejante gentuza? Si no articulaban bien ni cuatro palabras seguidas. Pobrecillos. Salvadores de la nada, analfabetos torpes, palurdos, zotes…
Ya sé que hoy es sencillo encadenar improperios contra ellos. Lo que repito es que yo tuve esa sensación desde el primer momento, exactamente esa. Y, coño, remedaré las palabras de un viejo poema de Comendador: “Como dice mi padre, / se hacen las cosas bien / o no se hacen.” Bobos, más que bobos, necios, alelados, idiotas, memos, zopencos, tarugos, pazguatos, ignorantes, imbéciles, palurdos, obtusos, majaderos, burros, vacuos, bobalicones, zoquetes, estúpidos, babancas, simplones, mamelucos, soplapollas, bodoques, badulaques…
Este país se merecía otra cosa y no vuestros cojones desasnados, cachos de carne con pistolas.
Lo mejor es que la cosa fue tan burda, que nos dejó curados de espanto para una larga temporada.
miércoles, 23 de febrero de 2011
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1 comentario:
Mi primera sensación fue de angustia, que luego fue tornándose en vergüenza, mucha vergüenza de mi país.
Panda de mamarrachos...
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